Llevo una tarde nostálgica, de esas de abrir cajones y sacudirle el polvo a algunas cartas de amor que no entiendo cómo he podido conservar, ni para qué. Salen de su escondite un fajo de felicitaciones navideñas de los años 60 y 70, recibidas por familiares y alguna que otra amistad tradicionalista. Sé que por cada “cristmas” que tengo entre mis manos envié yo también uno de vuelta, con aquellos muñecotes de un tal Ferrandis y dibujando corazones rellenos de buenos deseos, los mismos que siguen vigentes hoy en día.
Aparece un boleto de la rifa de la cerda de Santo Tomás, del año 1973…
“Venga, daos prisa que luego hay mucho gentío y ya sabéis que no me gusta –decía nuestra madre- mientras se ultimaba el cierre de abrigos y anudados de bufanda. ¡Qué frío hace!, claro, que es porque hoy empieza el invierno y así debe de ser, vamos rápido a ver si cogemos el trolebús de menos cuarto y llegamos al Bule para las diez, que luego la Consti se pone imposible y nos tiene que dar tiempo a verlo todo bien.
Recordad que tenéis cada una veinticinco pesetas, ni una más ni una menos, para compraros un caprichito, así que más vale que no lo gastéis a tontas y a locas, sino que lo penséis bien, que luego se acaba y ya no hay más. La chistorra la tomaremos en casa para comer, cuando vuelva vuestro padre que en la calle la hacen muy grasienta y no es de la buena, nosotras vamos a ver a la cerda, los animalitos y los productos que traen los casheros y a escuchar el txun-txun.
-¡Yo me compraré una pandereta y un Don Nicanor tocando el tambor! -¡Ni hablar, nada de cosas que hagan ruido que me ponéis la cabeza como un bombo! –Pero mamá, si es Santo Tomás, si el dinero nos lo ha dado la amona para comprar lo que queramos… -No seas pesada, Ceci, hija, mejor te compras unos recortables o unos cromos… -Pues yo quiero una manzana asada de caramelo!!!
¡Que no y que no, que te pringas todo el abrigo y es un desastre! Nada de comer que luego os quita las ganas para cuando volvamos a casa. Y tú, no empieces a hacer pucheros que nos damos media vuelta y este es el último año que os traigo, ea.
-¡Mamá, mamá, vamos a comprar un boleto para la rifa de la cerda! -¡Pero qué dices, a ver si nos toca y qué hacemos entonces con el animal en casa! –¡Pues yo quiero comprarme la pandereta para cantar villancicos por las casas! – Que te crees tú eso, que te voy a dejar andar por el barrio pidiendo dinero como si fuéramos…lo que sea! Mira, mejor, te compras el saltimbanqui que da volteretas cuando se aprietan los palitos y si no te decides pues ahorras el dinero como las niñas buenas. -No te sueltes, no te pierdas, a ver dónde pones los pies, dale la mano a tu hermana y que no se te escape, ¡como os perdáis me vais a oir! Y un globo tampoco, que el año pasado se te escapó y estuviste llorando hasta Nochebuena…!
Este flasback me ha dejado atontada. ¿Lo he soñado todo esto o es cierto que así recuerdo la fiesta de Santo Tomás de la mano de mi madre cuando tenía ocho o nueve años? No sé por qué íbamos, no sé para qué nos llevaba, supongo que ella buscaba su infancia entre el gentío, igual quería reconocerse entre las madres jóvenes que agarraban a su prole soltando risas, pegando brincos al son del txistu y el tamboril…
Tiempos en los que tan sólo los casheros que exponían sus productos y algunas mujeres que vendían la txistorra frita llevaban la ropa tradicional de baserritarras vestidos de domingo, de feria, para bajar a la capital a pagar la renta al patrón y regalarle los capones para la Nochebuena y de paso comprar lo que hacía falta en el caserío o vender lo que había sobrado de la matanza.
Una fiesta excepcional para una niña pequeña con veinticinco pesetas en una mano y tirando de la otra para soltarse de su madre entre el gentío. No había disfraces (así los llamaban, qué atrevimiento), ni talos, ni ikurriñas, ni una voz más alta que otra so pena de que se organizara un “belén” a pelotazos de goma a última hora de la tarde.
Santo Tomás daba el pistoletazo de salida a las Navidades, era una fiesta “de andar por casa”, no les interesaba a los franceses ni a los concejales de turismo, era tan sólo para los donostiarras, los que salíamos de casa con la ilusión de un bocadillo de txistorra (si caía) y de ver a la cerda sin sacarle fotografías. De vuelta, se contemplaba el Belén de la Plaza de Guipúzcoa y ya éramos felices. O casi. A ver qué remedio quedaba…
LaAlquimista
Un recuerdo de los años 60 del siglo XX.
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com