Hace algunos años que no hay árbol de navidad en casa; las niñas crecieron y aparcaron sus guirnaldas, nacimientos e ilusiones a la espera de ellas, quizás, inventarlas para sus propios hijos. Pero esta noche yo pongo mis zapatos en el balcón caiga quien caiga. Y una copita de brandy y tres polvorones. Nadie va a decirme nada porque vivo sola desde hace unos cuantos años; así que de lo mío gasto y si se me va la pinza un rato pues tampoco pasa nada…
¿Cómo es posible que una de las más grandes mentiras contadas a los niños del mundo occidental –para hacer juego con las políticas que se cuentan a los padres- tuviera la capacidad de sembrar de emoción e ilusión mi pequeña mente que ya empezaba a ser racionalista? A los seis años no me creía lo que me contaban las monjas en el cole de ciertos temas, pero, ojo, los Reyes Magos, vamos, esos ni tocarlos. Por más que no cayera la tan ansiada bicicleta con la excusa primero de que vivíamos en un piso muy alto y no llegaban y, después, de que igual es que no me había portado lo suficientemente bien… Asqueroso chantaje emocional que sigue funcionando todavía gracias a la inconsciencia de algunos padres y abuelos.
Ya no te digo nada del año en que por gastarme una broma (y maldita la gracia) me pusieron tan sólo un trozo de carbón de azúcar sobre mi zapato abrillantado y, ante mi desolación, me explicaban que seguro que era porque me lo había merecido ya que era un “trasto” para, al ver que me iba a dar un jamacuco de ver que mis hermanas SÍ tenían regalos, sacar de debajo de las faldas de la mesa camilla, los paquetes que me correspondían. ¿Crueldad inconsciente o mala leche? Vete tú a saber.
Sin embargo, a la cabalgata de Reyes no le daba demasiada importancia, me parecía que no era importante, allí no estaban mis regalos, tan sólo algunos caramelos y muchos pisotones. Ese argumento era el que esgrimían mis padres para no llevarme y yo lo hice mío con la inocencia de cuando nos creíamos todo lo que nos contaban como si nuestro cerebro no hubiera arrancado a pensar todavía.
La noche mágica era aprovechada por nuestros padres para mandarnos a la cama más pronto que de costumbre, emocionados, al borde del ataque de ansiedad, con el insomnio a flor de piel -¿quién iba a dormir en aquel estado de excitación?- y ya al amanecer estábamos en fila en el frío pasillo, pegando saltitos ante la puerta cerrada, antesala de la cueva de Alí Babá.
Fui feliz, fuimos felices. Al filo de los ocho años pregunté por qué mamá recibía siempre un sobre con dinero en vez de regalos, a lo que respondió mi padre, con voz atribulada, que los regalos de Reyes no se podían “descambiar” y que como nuestra madre era tan especial pues por eso le traían dinero, para que lo gastara en lo que quisiera… También me fijé por primera vez en que a él, a mi padre, no le traían lo que más le gustaba: puros y cognac. (Luego supe que a mi madre le molestaba el olor de los habanos y que odiaba el alcohol…incluso en los demás.)
Veinte años después yo también inventé ilusiones para mis hijas a base de contarles mentiras como montañas mientras me escuchaban con ojos como platos; y veinte años más tarde todavía estoy intentando comprender cómo no me guardan rencor. Será porque han visto que muchas situaciones de la vida están sustentadas sobre eso: sobre las mentiras. Pero aquéllas eran más bonitas.
Ahora hemos resucitado el sueño mágico de la ilusión. Con una niña de tres años en la familia, el ciclo vital y social repara su oxidada maquinaria y se lanza a andar de nuevo sin rubor alguno. Todo sea por esa luz que ilumina los ojos de Eila cuando le dicen que hay una fantasía hermosa que va a dejarle regalos en su casa mexicana. La misma fantasía que me los va a dejar a mí en mi piso donostiarra.
Si es que no tenemos arreglo…
Felices los felices.
LaAlquimista
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