Bueno, pues ya está aquí, un año más y con mal tiempo, según las previsiones. La Tamborrada cierra el mes más festivo del año en esta ciudad, ese que empieza el 21 de Diciembre con olor a txistorra y termina pasado mañana, 20 de Enero con redoble de miles de tambores para descanso de nuestros estómagos (y de nuestros bolsillos).
Son precisamente esas dos fiestas, Santo Tomás y San Sebastián, las que más me gustan –por no decir las únicas- del calendario invernal exhaustivo de desenfreno gastronómico y consumista; digamos que es como una película larguísima de un realizador surrealista, que te gusta cuando empieza y cuando termina, pero lo que hay entre medias estás deseando que pase rápido.
En realidad mi calendario anual no empieza con las uvas y los petardos, sino con la izada de bandera la víspera de San Sebastián. Es esa noche, una noche importante en mi imaginario particular, una noche que empezó a cargarse de significado un 19 de Enero de 1977, cuando asistí por primera vez a la izada en público de una bandera que había estado confiscada y escondida en el corazón popular por imperativo legal de quien hacía las leyes entonces.
Aquella noche, en la Plaza de la Constitución, que todavía se llamaba Plaza del 18 de Julio por hacer referencia a una fecha que será tristemente histórica en este país -y que no sé si los jóvenes sabrían ubicar adecuadamente-, con mi recién estrenada conciencia política de cómo funcionaba nuestro pequeño mundo, formé parte de una emoción colectiva que despertó en mí el germen de la reflexión sobre el mundo en el que me estaba tocando vivir. Aquella noche heladora de 1977 fuimos a la plaza a llorar de alegría. Así la recuerdo a pesar de todo el tiempo transcurrido.
Luego la vida siguió por derroteros nunca imaginados, nos hicimos mayores, aprendimos a mirar hacia adelante a pesar de las sombras que nos acechaban por detrás, pero todo se detenía durante veinticuatro horas para sacudirnos a los donostiarras el miedo o la pereza y con una buena sopa de pescado y las angulas que todavía se podían comprar, hacernos felices durante esa tregua que nos daba el santoral y la tradición.
Tamborrada de tambores que suenan ahora haciendo ruido para llamar la atención de quienes están perdidos en ensoñaciones sin futuro, tamborrada de protestas ante “el enemigo” que viaja en el tanque de la ausencia de valores por el que nos hemos dejado invadir en el interior de nuestras cómodas conciencias, ruido de palillos sobre cántaros de aguadoras, de aquellas y estas mujeres valientes que empiezan haciendo ruido y acaban derribando murallas. Simbolismo ineludible y tristemente poco conocido, nuestra propia historia, tan similar a la de cualquier pueblo que quiere seguir viviendo tranquilo aunque para ello haya tenido que pagar el precio de olvidar su propia conciencia.
Mi tamborrada no pasa por desfiles con brillantes uniformes, ni se pierde en la borrachera común (y admitida socialmente aunque sea algo manifiestamente penoso contemplar), ni necesita de un menú gastronómico que me destroce –un poco más- el estómago maltrecho por la absurda y paleta costumbre de demasiados años de comer por comer y hasta reventar si hace falta, sino que se queda en algo mucho más sencillo y valioso para mí: la noche en que los donostiarras salimos a la calle a mirarnos unos a otros con una sonrisa en los ojos y sin hacernos casi ningún reproche. Que no es poco.
Felices los felices.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com