Alrededor de mi casa hay soportales. Vienen bien para pasear a los perros cuando llueve aunque también son un contenedor al aire libre de latas vacías y residuos más o menos orgánicos de quienes los utilizan a su manera y entender. Nada que deba extrañarnos.
Pero la otra noche, en el recodo más protegido del viento, había una persona envuelta en mantas, parapetada de la vida que le pasaba por encima tras un endeble muro de cartones. Cubierto completamente, aislándose del mundo de forma voluntaria, no dejé que mi perro se acercara a olfatear. Una especie de respeto y vergüenza me asaltó de repente y me hizo tirar de la correa y dar media vuelta.
Al día siguiente de buena mañana, esa persona seguía allí, supuse que durmiendo y quizás soñando con los tiempos en que la suerte no le daba aún la espalda. Sintiendo el frío y la humedad del invierno mientras que quienes por allí pasábamos mirábamos de refilón.
Unas horas después, hacia el mediodía, seguía sin moverse bajo las cobijas maltratadas y me asaltó un pensamiento negativo que me aturdió. En unos instantes pensé en acercarme a ver si estaba bien (todo lo bien que se pueda estar en esa tesitura amarga), intuí el rechazo o quizás una protesta por meterme donde no me llaman, así que ahogué mi preocupación incipiente llamando a la Guardia Municipal y explicándoles la situación.
Vinieron en menos de diez minutos y comprobaron que la persona envuelta en mantas dormía o aparentaba dormir. Comprobaron que la mujer, porque era una mujer y yo no lo había podido ni imaginar, era “vieja conocida” de ellos, enferma de alcoholismo seguramente, malencarada por sus circunstancias y con el punto de agresividad que lleva pareja inevitablemente la desgracia.
Me dijeron que no la perturbara, que ellos la dejaban en paz mientras no alterara el orden público y que durante el día no se les puede mover porque no tienen adonde ir hasta que abren el Aterpe por la tarde/noche para recogerse a dormir…si es que quieren ir voluntariamente.
Los vecinos de mi casa la conocen de otras veces, se comenta el caso en un corrillo efímero y luego cada uno se va a su bar favorito o a hacer la compra al colmado de la esquina. No sabemos cómo expresar la solidaridad que asoma tímidamente la cabeza desde nuestra conciencia, teniendo al lado, aquí mismo a alguien que creemos que necesita ayuda.
Los que vienen de lejos desafiando el mar, huyendo de la guerra, la muerte, la violación y la miseria salen en el telediario para espanto de unos y enfado de otros. Pero los que están aquí mismo, a las puertas de casa, nos dejan inquietos solamente durante los minutos que dura el comentario entre vecinos.
Y el consejo o recomendación de la policía: “mejor dejarla en paz”. ¡Caray, que yo les llamé porque me angustiaba pensar que estuviera muerta porque no había cambiado de postura en muchísimas horas! Y luego entiendes que, efectivamente, no cambian de postura, encuentran el ángulo en que el viento daña menos o las baldosas del suelo ya ni se sienten clavadas en los huesos y esperan, no sé a qué, pero esperan…
Cuento este incidente –por no llamarlo anécdota- porque llevo dos días dándole vueltas y no me sale ninguna reflexión mínimamente “decente” para hacérmela a mí misma o compartirla.
Mi conciencia está como el tiempo: desasosegada y basculando del frío al viento y empapada por la lluvia. Luego leo en la prensa que el tema del día es promocionar los pinchos vascos en el mundo mundial -por feria de turismo interpuesta- y me he bloqueado un poco más todavía.
Hoy no pongo “felices los felices” porque me da reparo.
LaAlquimista
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