“En las montañas lejanas de Japón vive el hombre más viejo del mundo. Tiene 113 años y su mente está bastante lúcida y puede caminar y hablar y ver y le gusta comer y echarse sus siestas. Hasta allá llegó un periodista dispuesto a hacer un gran reportaje para contar al mundo su historia. Después de pasar con él toda una jornada acabó preguntándole cuál era el “secreto” para ser tan longevo, estar en una moderada forma física y declararse feliz. El anciano no entendía la pregunta e insistía en que no había ningún “secreto”: ni comer determinados alimentos ni bañarse cada día en el agua helada del lago. Pero ante la insistencia del periodista y por complacerle (y también para que le dejara en paz de una vez) le contestó: -El secreto es no llevar la contraria nunca a nadie.- ¡Qué me está diciendo! ¡No será por eso! –De acuerdo, contestó el anciano, pues no será por eso…”
Me gustan los cuentos y si los desconozco me los invento; así fueron muy felices mis hijas/niñas a la hora de dormir. Y esta pequeña historia la he contado mil veces, cada vez que me ha apetecido apearme de una discusión bizantina, de esas que comienzan siendo “intelectuales” y acaban convirtiéndose en auténticas cabezonadas, proporcionando al ganador una victoria pírrica (y patética).
Curiosamente, si atraemos aquello que menos nos conviene es para que podamos aprender la lección pendiente; se nos acercan personas (o personajes) peculiares que nos ponen contra las cuerdas cuando ya habíamos tirado la toalla de la beligerancia dialéctica.
¿Quién no tiene cerca o no demasiado lejos a una de esas personas que no permiten que se les lleve la contraria en NADA porque se ponen como un basilisco? Y que para refrendar su saber o apuntalar sus razones le dan al Google en el móvil y refutan en un pispás lo que tú defendías –porque creías saberlo- gracias al chivato tecnológico que tiene el dato exacto, aunque esa persona no tenga ni repajolera idea de lo que se está hablando. Pero tiene el dato, la fecha, el nombre o la fórmula exacta y te la pasa por la cara: “mira, te has equivocado, que lo pone aquí”. Ah, vale, pues qué bien.
Jugar a llevar la contraria lo hemos hecho todos alguna vez con más o menos alevosía. Condición humana. Sobre todo cuando queríamos humillar (aunque sólo fuera un poquito) a quien alardeaba exageradamente de lo que fuera. Y le callábamos la boca, le llevábamos la contraria “para que aprendiera”. (Más condición humana, esta vez en forma de soberbia). O al revés, cuando nos dejaban a nosotros al descubierto esa pequeña parte del cerebro con la que se supone que deberíamos pensar. Mal asunto en cualquier caso.
Yo estaba más que convencida de que hacía ya muchos años que había dejado de practicar el peligroso deporte de llevar la contraria porque sí. Había arrumbado los “aparejos” y me daba igual lo que dijera el otro, aunque me parecieran “barbaridades”; total, allá cada cual.
Sin embargo, estos días me acuerdo de nuevo del anciano japonés que utilizaba su pequeña filosofía para quitarse de en medio al pesado periodista que le distraía de su tranquilo y centenario bienestar. Porque hay gente cansina, y lo sé porque yo también lo he sido. Por eso creo que ahora la partida ya está en tablas ya que me he esforzado mucho en corregirme y creo que ya no tengo por qué aguantar más.
Que me da igual, de verdad, que quiero llegar a vieja sin discutir (más) y si no me dan la razón o no me creen…pues “no será por eso”.
Felices los felices.
LaAlquimista
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