Feminismo: “Doctrina y movimiento social que pide para la mujer el reconocimiento de unas capacidades y unos derechos que tradicionalmente han estado reservados para los hombres.”
Esta definición me parece válida y actual, así que si estás de acuerdo con ella sigue leyendo el post con tranquilidad; y si no, pues probablemente hallarás motivo de disgusto en mis palabras.
Dicho lo cual, entro en faena. Y lo hago un poco disgustada, la verdad sea dicha, porque últimamente encuentro que casi todos los hombres que trato se declaran abierta y contundentemente feministas. ¡Qué gran avance, qué suerte tenemos, por fin, las mujeres!
Se me escapa el tonillo irónico, qué le voy a hacer, pero explicaré el porqué.
Resulta que algunos se creen feministas mientras aceptan con total naturalidad que el gobierno, intendencia, orden y limpieza del hogar familiar lo siga gestionando la mujer. Ellos hacen otras cosas –las que sean- pero con la barbilla en punta mirando hacia arriba: orgullosos, seguros, tranquilos. Luego resulta que la mujer que les hace la vida cómoda va también a la oficina –o al trabajo que sea- a la misma hora que ellos y ADEMÁS mete horas extras en lo expuesto anteriormente. Son roles, papeles establecidos tácita o explícitamente en la pareja, me da igual e incluso me parece muy bien si así lo han acordado entre ellos, pero que no me vengan a decir –esos hombres- que son feministas. Y ya cuando cacarean que “ayudan en casa” es que me hierve la sangre, de verdad.
Otros se autodefinen ahora como feministas de toda la vida porque hay un clamor social imposible de obviar porque es un gran grito que se oye por doquier. O porque está muy mal visto decir lo contrario aunque se piense.
Yo conocí a un hombre feminista que falleció hace veinticinco años y fue determinante en mi vida: mi padre. Educado en una familia burguesa muy tradicional, se casó con mi madre en los años 50 y tuvieron cuatro hijas. Él nunca dio a entender que le hubiera gustado tener un hijo varón, se sentía feliz con sus “mujeres” y nos dio todo el amor del que fue capaz salpicado –qué pena, podía haber sido perfecto- de la mala praxis educacional de la época.
El caso es que mi padre siempre pretendió que sus hijas tuviéramos las mismas oportunidades como mujeres que la sociedad otorgaba a los hombres. ¡Cuántas veces le escuché su discurso!: –“Estudia, aprende, válete por ti misma, gana tu propio dinero, ¡no dependas jamás de un hombre!”
Y lo decía delante de mi madre y no sé yo si no había un punto de desafío en sus palabras habida cuenta de que ella siempre ejerció de “señora de” sin que eso le produjera el más mínimo requiebro intelectual o por lo menos sin que yo lo percibiera. Supongo que formaba su actitud parte de los disimulos de la época…
Fui la hija mayor y me casé la primera; también traje a la familia la primera nieta y el primer divorcio. Entonces mi padre fue mi gran apoyo, mi defensor, el pilar masculino en el que me pude sustentar para llevar a cabo la decisión de deshacer un contrato matrimonial que ya no tenía razón de ser por incumplimiento por una de las partes. Él, mi padre, luchó a mi lado por mis derechos, tomó la palabra y se significó ante la familia defendiendo mi libertad de escoger como persona y como mujer. Se comió con patatas el “qué dirán” y no cedió hasta que me vio otra vez libre y en paz conmigo misma.
Él siempre manifestó la arbitrariedad de no pocas leyes de aquella época dictatorial franquista. Decía en el salón de casa que no le parecía bien que la mujer tuviera que pedir permiso al marido para muchos aspectos legales (pedir un crédito, abrir una cuenta en un banco, obtener el pasaporte, etc.). Que le parecía aberrante que el adulterio en la mujer fuera un delito mientras que en el hombre no era más que una falta. Mi madre casi nunca le hacía caso…ni le llevaba la contraria mientras ejerciera conmigo una supuesta “autoridad paterna”. Disimulos de la época.
Al final me quedo con otra de sus reglas de oro: “Obras son amores y no buenas razones”. Y hoy en día, hay demasiados hombres feministas llenando su discurso de razones que en su casa, cuando no hay demasiados espectadores, no llevan a la práctica. Yo les llamo “feministas de pacotilla”, aunque en realidad son los tan temidos “feministas de boquilla” que pululan por doquier.
Si conocéis a alguno, no os quedéis calladas.
Felices los felices, a pesar de todo.
LaAlquimista
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