Casi toda mi vida he formado parte del club de personas “arrogantes” que se jactaban de “no tomar ninguna medicación”. Esta afirmación tiene, a mi entender, dos caras: una, la de decir: estoy sano, viva la madre que me parió; dos, yo me aguanto el dolor antes de tomar fármacos.
En mi caso ha sido mitad y mitad. Es decir, que las primeras décadas de mi vida he tenido la grandísima suerte de no contraer ninguna enfermedad grave, y que ahora, cada vez que me duele algo intento aguantarme… hasta que ya no puedo más y recurro a medicarme, con o sin receta.
-¡Pues qué suerte tienes, chica!, me dirán quienes se ven obligados a tomar un cóctel más o menos explosivo de pastillas todos los días. –¡Pues qué burra eres, mujer! pensarán los más pragmáticos y sensatos.
He conocido a alguna persona que tiene dolor crónico, que lleva “toda la vida” soportando la manifestación de desajustes físicos o psíquicos y nunca he sabido situarme en el punto justo de la empatía y la comprensión ante el relato del dolor ajeno. De los dolores del “alma” entiendo mucho, demasiado y ahí sí que me sale la empatía de manera natural; pero de los otros, cefaleas, insomnios, ansiedades y un largo etcétera, no he sabido apenas nada hasta hace unos meses. Ahí me duele, y nunca mejor dicho.
Una diagnosticada tendinitis del supraespinoso (por la zona del hombro) me tiene repodrida de dolor desde hace casi seis meses. Decidí no medicarme con analgésicos más que cuando el dolor me impedía descansar tres noches seguidas. Una decisión cuestionable, pero que era la mía.
Ahora que ya estoy entrando en el proceso de la rehabilitación me dice el especialista que tengo que tomar una cosa que se llama Zaldiar® durante una semana, tres pastillas diarias, para poder afrontar sin dolor el siguiente paso. Por una vez decido ser obediente, Con la primera pastilla, insomnio total, sudoración excesiva y sequedad bucal; tal parecía que había vuelto a la menopausia. La segunda pastilla –con el desayuno- me metió un chute de energía que tal parecía que había esnifado algo ilegal, una pasada. Pero con la tercera pastilla, a la hora de la comida, el suelo que pisaba empezó a volverse de gelatina, me mareaba constantemente, sentí unas nauseas incontrolables, perdí la verticalidad y sentía que la cabeza “me hacía el barco”, como en algunas madrugadas de antiguas juergas. Eso sí, de dolor en el hombro rien de rien.
Le llamé al médico y me dijo: “pues es lo que hay, si te da muy fuerte toma dos en vez de tres al día” y se quedó tan ancho.
Decidí libremente no hacerle ni puñetero caso.
Dos días en la cama después, absolutamente inoperativa, una vez expulsado el veneno del “hidrocloruro de tramadol/paracetamol” (¡un opiáceo!) y tras muchas horas de extenuante desintoxicación por todas las vías posibles, además de no poca reflexión y algún que otro juramento en arameo, vuelvo a la casilla de salida y retomo el tema del post tal y como lo empecé.
¿Me compensa desvestir a un santo para vestir a otro? Es decir: quitar el dolor muscular a cambio de acceder a una “montaña rusa” física y química en la que no me reconozco como la mujer que soy. Y como no es un caso de vida o muerte tomo la decisión de tirar a la basura el medicamento y seguir bandeándome como pueda con mis dolores.
Es que la anestesia tiene esos efectos secundarios, que uno deja de vivir con los pies en el suelo para subirse a una nube desde la que no se ve la vida, ni los problemas y donde la voluntad queda a merced del mero azar.
Cuando me duele el cuerpo sé que tengo que hacer lo mismo que hago cuando me duele el alma: afrontarlo con mis recursos, trabajar mis posibilidades, dejarme sentir para identificar la fuente de dolor y, entonces, abrirle la puerta para que se vaya y deje de apretar.
Sé que he ido acumulando tensiones emocionales; sé que he soportado sobreesfuerzos psicológicos. Así que por algún lado tenía que explotar la cosa. Y ahora también sé que los analgésicos no son más que paliativos sin esfuerzo que enmascaran el auténtico problema.
Lo tengo claro y en botella de cristal.
Felices los felices.
LaAlquimista
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