Ya hemos discutido muchas veces sobre el tema y parece que
no queda más remedio que aceptar que “cada uno se gasta el dinero en lo que
quiere”. Pero a mí lo que me preocupa es en qué NO nos gastamos el dinero.
¿Cualquiera entiende que dé placer ir a un restaurante,
comprarse algo bonito o hacer un viaje? ¿Seguro? Pues, no señor; hay muchísimas
personas que consideran un despilfarro innecesario –o una solemne tontería-
pagar porque te sirvan una comida que –dicen- en casa sabe igual o mejor.
Conozco a quienes no han ido a un restaurante en toda su vida, exceptuando
bodas o comuniones. Y también sé de quien no viaja jamás de los jamases por
placer o por conocer, sino –como mucho- por ver a la familia en el pueblo (o
que la familia del pueblo les vea a ellos) o ir a una clínica en una lejana
ciudad. Vamos, por obligación. Ellos pensarán de quienes, como yo, se han
dejado el sueldo de muchos años viajando a lejanos países y probando diferentes
culturas, culturales y gastronómicas- que no tenemos dos dedos de frente…
Pero a lo que voy no es a en qué nos gastamos el dinero,
sino a en qué NO nos lo gastamos… y el ejemplo de la discordia es casi siempre
el mismo: que somos reticentes a pagar para que alguien haga por nosotros lo
que nos repatea hacer. Pagamos por proporcionarnos placer, pero parece que
cuesta más pagar por quitarnos molestias. ¿Por qué esa especie de pánico a
contratar los servicios de una persona que haga por nosotros ese trabajo que
tanto nos fastidia?
El ejemplo típico es, desde luego, la limpieza del hogar. Los
argumentos suelen ser del tipo: a) “ya puedo hacerlo yo”, b) “me fastidia
pagar”, o c) “eso es de ricos”, y luego –en cualquiera de los tres casos- todo
es quejarse de que hay que pasar el aspirador, limpiar las cortinas o “tender
lavadoras”.
Personas que dedican su jornada a trabajar para su
empleador, vuelven a casa y tienen que seguir trabajando de autónomas en una
espiral cansina y sin fin; la mayoría son mujeres, pero también hay hombres
solos que “se lo hacen todo” (qué mal suena) ellos solos… “a ver si le voy a
pagar a alguien por lo que puedo hacer yo.” Son también los hombres los que
se niegan a llamar a un electricista, un fontanero o al empapelador y creen que
ninguna chapuza doméstica se les va a resistir.
¿Por qué creemos que somos capaces de abarcarlo todo? Lo
profesional, lo doméstico, lo público y lo personal. ¿Por qué nos
sobrevaloramos convencidos de que nuestra capacidad no tiene límites? Es un mal
de los tiempos y ahora que son críticos se acentúa.
Las peluqueras sin trabajo gracias a los tintes caseros (y
chapuceros), las interinas desesperadas porque ahora ya no queremos pagar
porque nos ayuden a pasar el aspirador, limpiar los cristales, planchar las
cortinas; y luego está el cambiar el aceite al coche en cualquier descampado,
lavar a mano en vez de llevar a la tintorería, bajar películas de Internet en
vez de ir al cine, seguir usando un viejo abrigo en vez de comprar uno nuevo,
en una palabra, volvernos unos rácanos. Y si fuera por culpa de la crisis
tendría razón de ser, pero es el color de los tiempos… grises, demasiado
grises.
¿Y separar un poquito de dinero para darlo a alguna asociación que se dedique a ayudar a quien menos tiene? Lo dicho: gastar bien nuestro dinero para obtener satisfacción es todo un arte.
En fin.
LaAlquimista