El desayuno del viernes con una amiga viene con la noticia de que en el instituto de su hija adolescente hay dos profesores –un hombre y una mujer- que se han pasado el curso entero de baja por depresión y ella misma hace el chiste de que será por el trauma de tener que volver a enfrentarse a “las fieras” después del verano… No tiene ni pizca de gracia la broma ya que es una profesión con gran riesgo para la salud mental –y de la otra en algunos casos.
Algo se me ha quedado bullendo y traslado el tema a la cena del sábado y cada quien tiene algo que añadir: en la fábrica donde trabaja uno está empezando a haber bajas por ese motivo casi más que accidentes laborales, en el banco donde se gana los garbanzos otra la “depre” alcanza a varios mandos intermedios… y la conversación se torna seria, de repente todos nos damos cuenta de que más vale no hacer burla no vaya a ser que…
Porque casi todos conocemos a algún caso cercano, un amigo, un compañero, un vecino, un familiar. No hay dos iguales y las circunstancias impiden hacer cualquier chiste desalmado, el ambiente se tensa sin desearlo, nadie quiere romper una lanza a favor de los deprimidos aunque tampoco se atrevan a arrojar una piedra contra ellos. ¿Qué sabemos nosotros de las oscuras tristezas que se esconden en los recovecos de la mente? ¿Quiénes somos para juzgar a quien está perdiendo la ilusión por la vida?
Pero lo que sí se sabe es que el demonio de la depresión es omnívoro; tanto le da un adolescente con angustia vital como un pensionista que enviuda y no puede con la soledad. Porque todos conocemos a alguien de más de cincuenta años que no aguanta más el trabajo o que no soporta sus cadenas afectivas o que se está viendo aplastado por los compromisos adquiridos. Y no es edad buena para ponerse enfermo de angustias mentales, -la depresión es una enfermedad mental diagnosticada, no un desarreglo psíquico para llamar la atención-; es edad todavía para pensar y sentir que la vida sólo se vive una vez, para hacer el esfuerzo último por salir adelante, como cuando uno tenía –en otro tiempo- una meta, un reto y se dejaba los hígados por conseguirlo.
La depresión es una enfermedad incomprendida porque se oculta detrás de una cortina de humo, como si diera vergüenza confesar que uno está cansado de vivir.
Y además de las pastillas que recetan en la seguridad social podría ser bueno utilizar una fórmula magistral compuesta de unas gotas de alegría, un chorrito de esperanza, una pizca de ironía y todo el excipiente posible de sentido común. Una nube de buen humor y el punto exacto de locura para, precisamente eso, no volvernos locos. Sin olvidar la comprensión, apoyo y cariño de quienes nos quieren. Porque sin ayuda, no se sale.
Adjunto el más que muy interesante testimonio de Mercedes Milá hablando de su propia (y superada) depresión.
Felices los felices.
LaAlquimista
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