“La verdadera tragedia del matrimonio consiste en que la mujer cree que el hombre va a cambiar y no cambia; por el contrario el hombre piensa que la mujer no va a cambiar y sí cambia.”
He estado casada en un par de ocasiones, así como quien no quiere la cosa. En total catorce años bien repartidos entre sendos maridos que forman parte de mi pasado y dos hermosas criaturas bien criadas y creciditas que son la alegría de mi presente.
No sé si es mérito o demérito esto de rectificar cuando uno se da cuenta de que se ha equivocado y echar marcha atrás vía divorcio interpuesto. Dicen que es un fracaso, lo de no poder sacar adelante un matrimonio, que es algo así como reconocer ante todo el mundo que no se sabe aguantar o no se puede gestionar algo tan sencillo como es una “empresa” de dos personas.
Líderes mundiales, grandes empresarios y prohombres en general tampoco lo han conseguido. Las lideresas, grandísimas empresarias y mujeres de pro tampoco lo han tenido demasiado fácil porque además de la dinámica encorsetada de las relaciones de pareja han tenido que lidiar con los prejuicios sociales que son espada de Damocles sobre las mujeres que han decidido vivir la vida en condiciones de igualdad con los hombres.
Así que, visto lo visto, he llegado a la conclusión que, en general, cualquier matrimonio es una tragedia. Griega o de andar por casa, pero tragedia. Por lo que tiene de obligado en una sociedad donde a la mujer se le sigue destinando –en voz alta o por lo bajini- a cumplir con funciones “naturales” como son la maternidad, el mantenimiento de la prole y del macho de la especie y el cuidado de familiares ancianos tanto por vía sanguínea como colateral. El completo.
En el siglo pasado era habitual que muchas mujeres se casaran, bien porque era lo que se esperaba de ellas, bien porque era lo que ellas creían que debían esperar. Una ilusión/proyecto más o menos romántico o un motor que espoleaba la necesidad de escapar de la sartén para caer en el fuego.
En este siglo creo que se casan –muchas mujeres y no pocos hombres- porque quieren demostrar a sus madres y padres divorciados, “fracasados”, que ellos están por encima de convencionalismos sociales, que lo hacen “porque lo eligen libremente”; para más inri, incluso se casan por el rito religioso a pesar de que en su casa no se considere importante ni la religión ni su práctica. Por un lado dicen ser “libres” y por el otro practican la hipocresía sin que se les mueva un pelo “para dar gusto a la familia”.
En realidad, da igual cuáles sean los motivos: el amor romántico, un embarazo comprometedor, interés puro y duro para obtener papeles o estatus o el convencimiento de haber encontrado al alma gemela compañera hasta que la muerte los separe más tarde que pronto.
En realidad da igual por qué se casa la gente ya que los motivos individuales no han conseguido (todavía) modificar la esencia genérica de lo que es un matrimonio: el germen de la familia previo contrato civil firmado ante testigos.
Y ahí todos llevamos una especie de neurona atravesada en el cerebro que nos insta a seguir repitiendo el esquema que alguien con más interés que lucidez definió en su día como “pilar de la sociedad”.
Así nos va a todos, haciendo y deshaciendo con absurda desesperación. Y a los que resisten, una medalla o una novena a Santa Rita.
Felices los felices.
LaAlquimista
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