A las ocho de la mañana ya estoy paseando por la orilla del mar, con el agua hasta las pantorrillas y limando asperezas con la arena y el silencio, sabiéndome privilegiada y sintiéndome feliz. Aunque sea algo muy sencillo me gusta ser consciente de ello y, con cada paso sobre la arena y luego nadando con ahínco, voy sintiendo el momento presente
Somos pocos y en el paseo de ir y venir hasta el malecón nos vamos quedando con las caras; se amagan saludos por alzamiento de cejas o una sonrisa al cruzarse. Todo muy civilizado.
Pero mucho más civilizado y sorprendente ha sido comprobar cómo cada día, cuando todavía las gaviotas siguen picoteando la arena en busca del desayuno, una mujer con sombrero –qué recuerdos, la canción- acompañaba su deambular por la orilla del mar recogiendo –provista de un palo puntiagudo- los pequeños trozos de plástico que escapan al barrido genérico de los empleados de la limpieza, introduciendo esos restos en una bolsa que, una vez llena, cargaba consigo hasta su destino final.
El primer día que la vi, pensé: “Olé tus ovarios”. El segundo, al cruzarme con ella, le saludé y le expresé con palabras el pensamiento de otras mañanas indicándole que me parecía encomiable su actitud. Ella, sonriente, tan sólo dijo que era su “pequeño grano de arena”… y ¡qué razón tenía!
Aprendemos como loros la teoría para preservar el entorno, cuidar la Tierra, proteger la naturaleza, pero… demasiadas veces se limita esa buena intención a concienciar al personal mediante bonitas campañas publicitarias de doble filo, con sirena interpuesta, pero no nos dicen qué tenemos que hacer con los millones de latas de cerveza que ellos mismos nos están queriendo vender.
Afortunadamente, ya en muchos lugares del planeta, pequeñas y medianas comunidades están ACTUANDO después de haber TOMADO CONCIENCIA de que nos lo estamos cargando sin remisión.
Tristemente cierto es también que la mayoría de la gente dice: “total, qué le voy a hacer, para cuando eso pase estaremos yo, mis hijos y mis nietos criando malvas”. Que es lo mismo que aplicar esa norma no escrita de tan arraigado uso en este país y que se resume así: “para lo que me queda en el convento…me cago dentro”. Ya sé que suena vulgar escribirlo, pero más vulgar es decirlo…y hacerlo.
Porque conciencia, lo que se dice conciencia, mal que bien y pequeñita, tenemos todos. Pero a la hora de la verdad, uf, cuánto cuesta ser coherente y sobre todo hacer lo que hay que hacer para contaminar lo mínimo posible.
Luego explota una gran industria de productos químicos en el mismo litoral, -hace unos días en Tarragona-, se produce un incendio imparable con una nube tóxica (cómo va a ser si no) que las autoridades se precipitan a minimizar mientras los vecinos de los barrios adyacentes huyen despavoridos en sus coches a las dos de la mañana. Al día siguiente llovió torrencialmente y lo que cayó desde las nubes era tan sucio y apestoso que no hay palabras para describirlo.
Mientras tanto hemos seguido viendo anuncios con agua traslúcida junto a charcas oceánicas contaminadas por toneladas de plástico. La pura contradicción de siempre; el negocio, el trabajo, la rentabilidad por encima de cualquier otra consideración.
Esta mañana he vuelto a ver a la mujer con sombrero y nos hemos parado a charlar un rato de lo divino y de lo humano además de lo sucio y de lo limpio. Dice que su “deber” es aportar lo que puede y hacerlo lo mejor posible.
Me gusta la gente con ideales, luchadora, corredora de fondo a pesar de que sepa –porque lo sabe- que su ejemplo no será imitado por la gran masa de gente que se dedica a manchar y a dejar su porquería a la vista de los demás.
Yo quisiera hacer lo mismo que hace ella –o algo similar- pero mi espalda (mis años) no me permiten agacharme cuatrocientas veces seguidas en cuarenta minutos para limpiar la playa de basura humana. En realidad, es una excusa para acallar la conciencia, lo reconozco.
Me quedo tranquila –y no debería- convencida de que reciclo lo que puedo, no tiro nada al suelo y ya no practico el consumismo. Me consuelo pensando que he hecho una nueva amiga…
Cuando me voy a casa –en mi coche contaminante- veo las papeleras del paseo rebosantes de plásticos y basura sin recoger, como pequeñas cascadas vivas de derivados del petróleo que van a seguir existiendo en alguna parte cuando yo, mis hijas y mis nietos no seamos más que polvo. Ojalá fuéramos polvo enamorado, como dijo el poeta, pero me temo que va a ser demasiado pedir.
Felices los felices.
LaAlquimista
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