Desde mediados del mes de Febrero mi vida gira alrededor de mi perrillo Elur. Son ya cinco meses que allá donde voy yo, viene él conmigo. El motivo no es otro que está viviendo su “tiempo de descuento” tal es la evolución de sus males y el peso de sus doce años de existencia. Se lo digo a todo el mundo, “negro sobre blanco: mi prioridad indiscutible ahora es Elur.” Hay quien lo entiende y también quien no lo entiende. Yo, ni discuto ni doy explicaciones.
Elur está ya transitando los últimos tramos del camino. Aquel cruce en el que se tropezó conmigo hace ya ocho años cuando su “propietaria” decidió que era un incordio en su vida y me lo “endilgó”. No fue una alhaja con dientes, sino el mejor regalo que me han hecho en los últimos tiempos.
Estando ahora viejecito y enfermo siempre temo que pueda darle el ataque epiléptico definitivo, que su corazón no lo aguante y la cortisona no sea suficiente salvarle. Mientras tanto, inevitablemente, su calidad de vida se va viendo mermada a pesar de las virguerías que soy capaz de hacer para ayudarle.
En este sinvivir me dejo guiar por el veterinario, uno de los buenos amigos de la Protectora de Guipúzcoa, que define “calidad de vida animal” en tres puntos:
1.- Que el perro coma.
2.- Que controle los esfínteres.
3.- Que quiera salir a la calle.
Sobreentendido, por supuesto, QUE NO SUFRA.
Elur, cuatro kilos y medio de pelo blanco y ojos que dicen , cosas bonitas, sabe que hay “rancho” por la mañana, al mediodía y a la noche: come como si no hubiera un mañana, lo que hace la inconsciencia. Luego, para que no se pase la noche nervioso y desorientado por la casa tiene que tomar un Valium –sí, igual que muchas personas-, y así aguanta como un campeón hasta que lo saco por la mañana –no demasiado temprano- a hacer “los deberes”. Hay que verlo cómo no se me despega cuando ve que me pongo los zapatos para salir, siguiéndome hasta la puerta para venir conmigo. Alguna vez me ha seguido hasta el ascensor sin que yo me diera cuenta… pobrecillo, cuando tengo que ir a algún sitio donde no es posible que me acompañe.
Si se aturulla con la comida le dan una especie de “estornudos” que parece que se le va a separar la cabeza de su pequeño cuerpecillo. Es la señal de que se avecina una crisis; sigue “estornudando” hasta que al cuarto o quinto envite cae redondo entre convulsiones, temblando todo él, con la lengua fuera (que no se puede morder porque le faltan muchos dientes) y el corazón bombeando in extremis.
Entonces lo cojo en brazos cual bebé, lo aprieto con cuidado contra mi pecho para que se sienta protegido y le acaricio suavemente. En pocos segundos, su musculito cardíaco se calma, pero él se queda exhausto, hecho polvo literalmente, y las consecuencias son que queda postrado durante horas en un sueño más sufriente que reparador. Al igual que las personas que padecen ataques epilépticos. La solución que he encontrado es darle de comer a la boca para que no se atragante, con una cucharita de plástico.
Da muchísima pena verlo; si le da el ataque en el parque la gente se acerca, sienten empatía con el chuchillo y me miran a mí como… no sé cómo me miran, pero me intentan consolar. Desde el mes de marzo lo llevo en una sillita de paseo, especial para mascotas, para cuando se cansa de su torpe caminar, y pueda disfrutar del aire, de los parques, de lo que vislumbra (lo que le dejan ver las cataratas) asomando la cabeza como un “señorito”.
Se le ve feliz, doy fe, pero cuando le da el ataque… es entonces cuando sé que tengo que tomar la decisión de “dormirlo” (eufemismo donde los haya) o mandarlo al “cielo de los perritos”. En fin, ya nos entendemos.
Yo le digo: “Elur, si tú aguantas, yo aguanto” y creo que me entiende porque su vida –y la mía- es desde hace meses como una montaña rusa. Cuando lleva varios días sin remitir su mal y ya me voy preparando para “la solución final”, para la eutanasia, de repente, una mañana, se despierta caracoleando, lamiéndome los pies, pidiendo el desayuno con sus débiles ladridos y retomamos el ciclo de los días buenos. Esto puede durar dos o tres semanas hasta que vuelve a recaer y… recaemos los dos.
¿Que es un sinvivir? ¡Pues claro que sí! Cuando está en horas bajas no puedo -ni quiero- dejarlo solo si tengo que ausentarme ya que en sus condiciones no puede quedar al cuidado de nadie extraño. Acepto de buen grado cuidarlo, me necesita y no tiene a nadie más.
¿Cuál será el momento definitivo? No lo sé. No hay más baremo que el sentimiento, la angustia que se me va formando poco a poco de si aguantará un día más o no, el miedo a precipitarme en una decisión irreversible. ¿Y si hubiera podido vivir todavía más tiempo?
¡Más de tres veces sentí que había llegado el momento y le dio la vuelta! Es como si lo presintiera y se diera ánimos a sí mismo, Elur, pobrecito, y dijera “voy a aguantar un mes más”.
De momento aquí estamos los dos, juntos y bien avenidos, en “mi otro mar”, disfrutando desde hace un mes del silencio y la hierba del jardín, de los pajarillos mañaneros y de agradables paseos en su sillita a la puesta del sol. Somos una “pareja” más que bien avenida porque él todo lo agradece y yo tan sólo espero que me siga mirando con sus ojillos amorosos. Un amor puro, no hay que darle más vueltas.
Me acuerdo tanto en estos últimos tiempos de “El cuarto acuerdo” de la filosofía tolteca de Miguel Ruiz: “Haz siempre lo mejor que puedas”.
Felices los felices.
LaAlquimista
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