Como buena hija de mi generación me metieron en vena todos los principios religiosos, morales, éticos y sociales que imperaban en los años 60/70 del siglo pasado. Así que con el paso de los lustros he tenido que ir poniéndome al día y adaptar mi mente y mi criterio a la inevitable evolución de costumbres y paradigmas. Algunos temas los he superado “con nota” y otros se me han quedado atascados.
Como por ejemplo, lo de tener “fundamento”. Que es algo que va con mi personalidad además de ser una norma tácita de comportamiento de la que todos deberíamos hacer gala.
Desde mi “arquitectura” personal, entiendo que el fundamento es la base de todas las cosas, esos cimientos sobre los que se sustentan edificios y vidas, puentes y trayectorias. Sin fundamento no hay relación que se mantenga en lo profesional, lo emocional o incluso en lo social. Eso lo sabemos todos aunque muchas veces disimulemos y hagamos la vista gorda cuando alguien falta a su palabra o sobre todo cuando somos nosotros mismos los que nos hacemos los locos. (Ya no se debe decir “hacerse el sueco” que queda feo.)
Lejos de ponerme trascendental con el tema, lo derivaré a su parte más liviana y superficial, aquella en la que nos dejamos llevar por el egoísmo de un viento que nos sopla a favor y decidimos dejar en puerto a quienes también tenían billete para la travesía.
¡Cómo me puede llegar a fastidiar que alguien me diga una cosa –que me tomo en serio- y luego se le olvide porque le ha quitado importancia! O cuando me dicen: “te llamo el lunes y te confirmo” y llega el lunes y nada de nada y yo todo el día pendiente del teléfono hasta que se va formando una pequeña bola de ansiedad que no me hace ningún bien.
Entonces –el martes- soy yo la que llamo y pregunto qué pasa y si me dicen que nada, que qué va a pasar y me doy cuenta de que hemos estado emitiendo en diferente longitud de onda, pienso que qué poco fundamento tenemos las personas cuando prometemos, cuando ofrecemos, cuando despertamos en los demás ilusiones que estaban dormidas…
Soy muy de decir las cosas, me gusta llamarlas por su nombre; el polvo debajo de la alfombra no se me acumula. Y lo curioso es que cuando pregunto, a veces hay enfrente esa persona tranquila que a todo o casi todo le resta importancia marcando la distancia entre quien se toma la vida en serio –yo- y quien piensa que la vida es un tango.
Ya somos otra vez dos bandos: quienes reniegan de compromisos y de la palabra dada y los que consideramos sagrada (más o menos) la que hemos dado. Nunca nos vamos a entender excepto que cambiemos el “fundamento” de las relaciones.
Y eso es algo tan personal e intransferible como la tarjetita de plástico que nos identifica como lo que somos: ciudadanos todos iguales aunque nos fastidie y siempre estemos pensando en cómo diferenciarnos del vecino. A veces, la única manera de discrepar es perder el “fundamento”…
Felices los felices.
LaAlquimista
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