En el edificio en el que vivo están cambiando los ascensores. Como mi piso está arriba del todo, junto a la “sala de máquinas”, el ruido que me veo obligada a soportar desde las ocho de la mañana hasta pasadas las nueve de la noche, amén de sábados por la mañana, es de una contundencia tal para el equilibrio psíquico que no me queda otra que andar con tapones en las orejas dentro de mi propia casa. Son unos tapones buenísimos –por lo eficaces-, de goma como con la rosca de un tornillo, que se retuercen en el pabellón auditivo y me dejan completamente aislada de los ruidos externos. A grandes males, grandes remedios, que digo siempre.
Me dirán que puedo lanzarme a la calle y evitar así la agresión de decibelios en forma de taladros, martillazos, mazazos y rotaflex varias, pero es que me encanta estar en casa; leo mucho, cocino con agrado, pinto mis cuadritos al óleo, miro mis películas y series… y duermo todo lo que me dejan. Así que, desde hace varias semanas, vivo en una especie de burbuja doméstica, como aquél famoso “cono del silencio” de una serie muy divertida de mi infancia: todo el día con los “pinganillos de emergencia” acoplados a mi cráneo.
El otro día salí a la calle sin darme cuenta de que los llevaba puestos y no fue sino hasta pasados muchos minutos de caminar “en silencio” por las calles del barrio que no me apercibí de mi despiste. Menos mal que la melena me tapa las orejas que si no seguramente la gente me habría señalado con el dedo por llevar unos tornillos negros de goma saliendo de las orejas… El caso es que, dominando el impulso inicial de quitármelos lo más rápido posible, se me ocurrió dejármelos puestos…a ver qué pasaba.
Desde el interior de la cabeza me sentía la protagonista de una película muda, tan extrañamente feliz de no escuchar bocinazos ni los acelerones de las motos, ni los motores de mil vehículos ruidosos. Atravesé el parque con niños corriendo y gritando en sordina, maravillada de las posibilidades que estaba descubriendo… hasta que me di cuenta de que “me estaba haciendo la sorda”, como una paradoja burlesca de las personas que REALMENTE tienen deficiencias auditivas y tienen que utilizar audífonos para escuchar todo el “ruido de la vida” que yo estaba tan feliz de poder evitar. La reflexión me hizo avergonzarme y me quité los tapones en un gesto reflejo y contundente.
Así soy, así somos, siempre queriendo tener lo que creemos que nos falta y desembarazarnos de lo que pensamos que nos sobra. Rechazando la luz del sol detrás de gafas oscuras, huyendo de la lluvia, evitando comer demasiado para no vernos mal en el espejo, sin pensar en los invidentes o miopes, ignorando la sequía y el rigor de quienes la padecen, burlándonos sin querer de los que tienen hambre y no pueden saciarla.
Las contradicciones del ser humano, las paradojas de todas nuestras miserias. Despreciando los vaivenes del amor desde una soledad llena de corazas, rechazando exponernos a la amistad para no perder el cetro ridículo de costumbres y manías, mirando siempre “al otro” como si estuviera equivocado en su manera de vivir y fuéramos únicamente nosotros los poseedores de la verdad absoluta, de nuestra patética y personal “verdad absoluta”.
He estado escribiendo este post con las “Variaciones Goldberg” a 40 watios de salida por canal, retumbando casi las paredes. Y he descubierto que la música amansa también los ruidos de la instalación de los nuevos ascensores.
Puedo elegir el silencio y puedo elegir la música; puedo escoger la entrega, la compañía o la amistad y también esa soledad tan gratificante y necesaria; es maravilloso poder elegir entre tantas posibilidades y un privilegio disponer de “tapones” para cuando hacen falta.
Felices los felices.
LaAlquimista
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