Lo primero de todo debo reconocer que me ha costado dios y ayuda darme cuenta y aceptar el hecho de que a la gente le importa cada vez menos que yo dé mi opinión a cada momento sobre cualquier tema.

La mala costumbre me venía de familia, como tantos defectos educacionales; es decir: vivir en un grupo donde continuamente los unos se meten en la vida de los otros, criticando, valorando, juzgando y/o condenando y, en el mejor de los casos, soltando opiniones como si fueran confetis el día de nochevieja.

No sé qué iluminado dijo aquello de: “Las opiniones son como el culo, todos tenemos uno”, pero suscribo ese atisbo de sabiduría. Nos pasamos la vida opinando sobre la vida de los demás, acerca de las decisiones ajenas, metiendo con calzador nuestro punto de vista aunque nadie nos la haya recabado e incluso aunque nos digan claramente que no lo quieren, que no lo necesitan.

-“¿Cómo no van a querer mi opinión si yo la digo porque así lo veo, así lo siento y, además, porque es mi forma de demostrar interés por los demás?”

-“¿Por qué tiene nadie que molestarse si yo veo que está equivocado y se lo hago ver dándole mi opinión sobre el error que está cometiendo?”

Perlas cultivadas de este tipo las hay por arrobas; tantas como individuos prepotentes se empeñen en soltarlas sin importarles un ápice “la opinión ajena”, ésa que no vale nada porque es “del otro”, no es aquella sobre la que nos sentamos y asentamos.

No se piense que para solucionar este problema bastaría con tomar conciencia de lo estúpido de la situación, de la incongruencia de negarle al prójimo su mayoría de edad intelectual y de enfangarle la libertad personal de decidir qué desea hacer con su vida y cómo desea hacerlo; tampoco es suficiente pensar antes de hablar y contar hasta cien como medida de seguridad extrema. Y digo que no es suficiente porque eso es lo que podemos hacer individualmente, como trabajo personal y pequeño paso hacia la evolución social, pero no incluye a las personas que van a seguir empeñadas en “salvarnos la vida con sus opiniones” y que se seguirán aferrando a una cierta “obligación moral” de decirle al de enfrente que está equivocado, que es un ingenuo aunque se sienta feliz, que es un pardillo a pesar de que cree que todo le va bien en la vida; ese familiar, amigo, vecino o colega que está equivocado y no se da cuenta y, menos mal que está uno ahí para sacarle de su error y enmendarle la plana.

Da igual si lo pides por favor como si lo exiges a voz en cuello; ellos, los “opinadores”, no se van a callar, ni cerrarán su bocaza, ni se amputarán los dedos para dejar de enviar whatsapp o escribir emails. Ellos, que no se dan cuenta de cuánto pueden perder, seguirán al pie del cañón tirando balas en una batalla que se han inventado y para la que no tienen enemigos enfrente; de momento, porque desde luego los amigos los van a ir perdiendo en un goteo imparable de hastío y hartazgo de escuchar opiniones que nadie les ha pedido.

Es penoso, pero es cierto. Y viéndolo en los demás aprovecho la ocasión para dar una vuelta de tuerca a mis opiniones y tragarme unas cuantas que, como no puede ser de otra manera, ni benefician a quien las escucha ni enaltecen a quien las profiere. Otra vuelta de tuerca a la humildad y al saber cerrar la boca que, como decía mi abuela, “callados estamos todos más guapos”.

Felices los felices.

LaAlquimista

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