Me gustan las redes sociales como me gusta el jamón: de vez en cuando y sin darme un atracón. Me dejan un regustillo bueno porque me siento bien conmigo misma de vivir al ritmo de los tiempos; nunca digo “en mis tiempos”, refiriéndome al pasado, porque vivo aquí y ahora, con robots en la cocina o limpiando el suelo, un ordenador portátil en el bolsillo y conectada a la red mundial en tiempo real. Es lo que toca y no me resisto a ello.
Estoy visionando –por fin- “Juego de tronos”, lo poco que necesito consumir lo adquiero por Internet –excepto las verduras y el pescado, que me sigue gustando el comercio de barrio porque me permite charlar mientras me limpian los salmonetes. Leo la prensa on-line y el periódico en papel con un cortado en el bar mientras arreglamos el mundo con quien está a uno y otro lado de la barra. Tengo cuenta en Instagram, en Facebook y en Twitter (aunque esta última la tengo abandonada por hastío y protección mental). Aguanto malamente el whatsapp, pero entiendo que es práctico si no se está todo el día mirándolo. Saco muchas fotos con el Smartphone y las comparto con mis hijas ausentes y mis amigas presentes. También escribo un blog… Resumiendo: que no me opongo a los avances de la tecnología ni me enroco en el siglo pasado.
Sin embargo, cada mañana, cuando abro el ordenador entre sorbo y sorbo al té matutino y Facebook me regala “mis recuerdos” de años pasados… me siento invadida emocionalmente.
Mis fotos, mis recuerdos, mis vivencias pasadas quiero revivirlas cuando yo quiera, cuando me dé el cuarto de hora nostálgico, no cuando a esa red social le venga en gana gracias a sus algoritmos de las narices. (Soy de letras precisamente por no gustarme nada que tenga que ver con operaciones matemáticas)
Me revienta tener que verme con cara de felicidad hace cuatro, seis u ocho años, saltando en el monte con mi perrillo o en una playa caribeña con mis hijas. No. No estoy de acuerdo en que me asalten los recuerdos mientras no sea yo misma quien les invite a entrar de nuevo en mi vida. Bien es cierto que a veces me sale una sonrisa grande, pero en la mayoría de las ocasiones me entristezco. Porque son tiempos pasados, porque mi realidad ha cambiado (y no siempre de manera favorable).
Sí, ya sé que es tan fácil solucionarlo como no haciendo caso de esas fotos y recuerdos que aparecen sobre fondo azul…pero la tentación ya está servida y aquí se hace verdad eso de que “la curiosidad mató al gato”.
¡Qué horror si queda almacenada toda mi vida en una memoria virtual imborrable! ¡Pero si yo soy la única responsable de haber publicado fotos, alegrías y penas en Internet! Por el contrario…¿acaso no me gustaría ver fotos de mis padres de cuando eran novios, bailando en una fiesta, poniendo caras raras con una copa en la mano?
Vivimos en una sociedad que pone al alcance de nuestra mano lo bueno y su contrario y todo ello a golpe de un click.
¿Sería mejor hacer como mi amigo David que no se conecta a Internet NUNCA y me llama por teléfono para fijar un día y una hora en la que VERNOS en persona y compartir un poco de vida? ¿Me pasará como a mi recordado amigo Josu que falleció hace un año y su cuenta de Facebook sigue abierta?
Nunca me he sentido cómoda en los extremos de nada. Eso de: “o calvos o diez pelucas” no es lo mío.
Tengo que reajustar mis criterios, me temo. A ver cómo gestiono este desequilibrio…
Felices los felices.
LaAlquimista
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