No voy a frivolizar sobre este tema y mucho menos ahora que todo se tambalea en lo cercano y en lo lejano. Murieron sepultados por un alud los amigos de una amiga, gente joven, llena de vida e ilusiones, con proyectos por realizar, antes de llegar a la mitad del camino. Y el dolor que se expande como un reguero de lágrimas no deja sitio para la reflexión, el pensamiento anulado, tan sólo queda un grito hueco.
Después, en la madrugada, el terremoto lejano inunda la mañana de muertos sin nombre, lejos de la frontera de nuestra vida, menos sentidos, anónimo dolor que difícilmente puede ser compartido.
La muerte es un azar imposible de esquivar, puede venir de la mano de una vieja herida enferma, del instante irreflexivo en que decidimos tener más prisa de lo acostumbrado, del impulso doloroso de la soledad, de ese balcón tan alto y tan a mano, de esos cables azules que prometen el descanso.
Ya está todo dicho sobre la muerte, toda reflexión añadida es cansina y huele a viejo, por eso supongo que es mejor hablar de lo que está en su antesala: la vida.
Y en la vida está –todavía- ese abrazo que nos quema el alma porque lo estamos negando a quien lo necesita, esa llamada retenida y aparcada en un gris y frío sótano envuelta en rencor, ese tiempo frío y solitario que nos empeñamos en vivir de espaldas al amor.
El sombrero que quizás no tenga ocasión de volverse a usar, el anillo que se arranca del dedo junto con una promesa que se tropezó con un disgusto… esos pequeños instantes felices que nos negamos a veces, esas pequeñas cosas a las que hemos desprovisto de su valor, todo eso desaparecerá con la muerte y el único consuelo será haberlo olvidado antes de que esta llegue.
En fin.
LaAlquimista
Foto: C.Casado
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