Tengo un par de amigas que están haciendo muescas en la pared tachando los días que faltan para su ansiada jubilación. Por otro lado, un conocido de toda la vida ha alcanzado hace un par de meses el estado de gloria con el que tanto soñó. Yo misma formo parte de esos “felices los felices” que vivimos en un mundo en el que todos los días son víspera de fiesta…
La jubilación es un poco como el chiste aquel del siglo pasado sobre la publicidad de una marca de tampones sanitarios: que si los usabas podías esquiar, bucear, saltar en paracaídas y bailar hasta la amanecida en una maravillosa discoteca tropical. Una entelequia, vamos.
Porque la realidad nuestra de cada día tiene otros tintes que van del gris marengo al azul marino casi negro y difieren bastante de las diversas gamas de rosa con que pintamos nuestros sueños.
Cuando abandoné –porque a la fuerza ahorcan- mi condición de trabajadora en activo para pasar a engrosar las filas de los “prejubilados forzosos” creí que había llegado el momento en el que podría “hacer todas las cosas que me gustaba hacer y que antes me estaban vedadas”. Craso error. La generalidad de lo que he visto y he padecido me ha llevado a conclusiones muy distantes de esa falacia que nos ha apetecido a todos dar por buena.
Es en el momento de la jubilación cuando la mente, adiestrada por lustros de costumbre y rutina, se resiste a soltar las riendas que ha llevado durante toda la intensa vida laboral. Es esa mente la que activa el despertador biológico aunque ya no haya que madrugar. ¡Qué rabia más grande seguir despertándose a las seis y media cuando se podría estar en la cama hasta las ocho!
Y porque lo he visto, conocido e incluso padecido puedo hablar de ello. Bien es cierto que cada quien hará de su capa un sayo, que buscará la salida honrosa y feliz a ese nuevo laberinto desconocido al que nos arroja la vida cuando ya tenemos menos ganas de muchas cosas, menos fuerzas para otras tantas y, sobre todo, una ENORME necesidad de descansar de una vez por todas.
Lo más habitual suele ser que haya un batiburrillo mental de mil cosas que uno quiere hacer en función de esas mil oportunidades que aparecen ante el horizonte VACÍO que va desde el lunes hasta el viernes. Uno quiere hacer mucho y no siempre se tiene claro qué es lo que REALMENTE nos haría felices. ¿No dar un palo al agua? ¿Meterle el turbo a la maleta y viajar desaforadamente? ¿Esclavizarse con los nietos? ¿Agarrar la mano de la pareja de toda la vida y reverdecer en amores y deseos?
¡Qué difícil puede resultar DESCUBRIR lo que realmente nos hace felices! Porque cuando formábamos parte de la noria de alienados trabajadores –más o menos y salvo honrosas excepciones- soñábamos como sueñan los niños con las posibilidades infinitas de la carta a los Reyes Magos. Pero claro, luego uno crece y la realidad no es tan ilusionante como esa imaginación soñadora que hemos dado en cultivar pensando en el momento maravilloso de la jubilación.
Encontrar algo –lo que sea- que nos haga felices, que nos dé paz por dentro y por fuera, que aleje para siempre de nuestra psique y nuestro espíritu cualquier tipo de confrontación, pelea o desasosiego…¡Qué difícil puede llegar a ser!
Por eso les digo a mis amigas que están “a punto de” que les deseo que no les pase lo mismo que le pasó a ese otro colega al que se le cayó el mundo encima por sentir que “ya no servía para nada” y coqueteó indecentemente con una depresión hasta que –qué lástima- se dejó conquistar por ella y ahí sigue, peleando con psiquiatras y pastillas de colores.
Lo más difícil es saber qué nos hace felices e ir a por ello…caiga quien caiga. Porque es un derecho que nos hemos ganado, faltaría más.
Felices los felices.
LaAlquimista
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