Nos han visitado esos días de invierno en los que hace frío de verdad, un frío que es testimonio fiel de las hojas del calendario aunque nos hayamos acostumbrado a no hacerle ni caso porque ha acabado siendo como el cuento de “que viene el lobo” mientras les salían telarañas en el armario a los gorros de lana y a los guantes forrados de borreguito.
El frío de fuera se me ha juntado con el frío de los “adentros” y me ha dejado fuera de combate. Derrotada en lo anímico quiero decir, porque se me ha sumado el temblor de la tristeza a la caída del termómetro y me he quedado anímicamente bajo cero. Qué le vamos a hacer, cuando toca no hay más remedio que apechugar con ello y buscar paliativos.
Mi hija pequeña tiene soluciones de libro de autoayuda para casi todo (a saber a quién habrá salido esta niña) y me espolea por whatsapp ordenándome –sí, ordeno y mando, de quién lo habrá aprendido- a no dejarme vencer y a hacer cada día “algo para mí misma”, aunque sea algo pequeñito y testimonial.
Los días grises se enganchan al corazón y llegan a dibujar un esbozo de tristeza mohosa, muy fea, de esos que paralizan los pasos y las ganas incluso cuando ya estás a punto de salir por la puerta de casa a hacer lo que sea que tampoco te apetece hacer.
No teniendo ya el acicate de pasear a mi perrillo tres veces al día me cuesta ponerme las pilas; casi apetece más apuntarse a la ley del mínimo esfuerzo posible, esa ley desgraciadamente tan generalizada en gente de mi quinta que no llega más lejos que de la cama al colmado de la esquina y vuelta a casa. Una pena, para qué vamos a engañarnos.
La semana pasada la temperatura del piso no daba para ninguna alegría porque la calefacción central la comanda un temporizador que está programado por un auténtico sádico (y no personalizo porque no sé quién es el ejecutor de tal felonía), de forma que aunque haga un frío siberiano se sigue conectando a las mismas horas que en otoño o en primavera.
El caso es que entre la murria, la tristeza, la desgana y el destemple hubo un día en que me estaba viniendo abajo cuando me entra el mensaje de mi hija: “Ama, haz algo agradable aunque sea pequeño” y en ese momento mi mente y mi estómago me dijeron que lo que me vendría más que bien sería tomarme un chocolate con churros, esa merienda del siglo pasado que no he degustado en tiempos. Así que cambié la ropa casera contra el frío por la ropa de calle contra la heladez y me fui derecha a la chocolatería que hay al otro lado del parque cercano a casa.
Rodeada de la algarabía propia de los niños y el silencio satisfecho de un par de ancianitas me comí media docena de churros recién hechos untándolos en un apetitoso y caliente y negro chocolate.
De vuelta a casa se me puso el ánimo volandero, -no hay nada como tener el estómago caliente- puse a Petrucciani a medio volumen y estrené un lienzo pintándolo con los colores que me gustaría estuvieran en mi corazón.
Quizás lo conseguí, lo de alejar los grises y pardos de mi ánimo, quizás fue el regusto dulce y sabroso y nostálgico de la merienda inesperada, pero el caso es que me pegó un subidón –tampoco me hacía falta demasiado porque estaba con la batería emocional en zona roja- que me arregló la tarde y propició una noche tranquila.
Qué poca cosa y qué cosa más grande a la vez, un capricho que ni me acordaba que existiera, algo tan sencillo como ahuyentar la pena calentando el estómago y dejándose invadir por la dulzura del azúcar y el aceite y la harina y todo eso que nos prohíben tomar porque engorda… Engordará, no digo que no, pero mejor aumentar trescientos gramos de golpe con algo rico que perder varios quilos dejándose consumir por la tristeza.
Y a grandes males, grandes remedios.
Felices los felices.
LaAlquimista
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