Esa frase lapidaria la tuve que escuchar, y atragantarme con ella, cuando me la dirigió in my face una amiga a la que tengo en mucha y muy buena consideración. Como si de un mandoble del revés se tratara, la encajé con mucho disgusto y harta sorpresa hasta que comprendí –explicación interpuesta- el auténtico significado de tal aseveración.
Y es que estamos demasiado acostumbrados a que, socialmente, nos comuniquemos con frases amigables, solidarias, grandilocuentes incluso pero que, a la hora de la verdad, conforman palabras hueras de esas que se lleva el viento antes incluso de que terminen de salir por nuestra boca.
Porque en realidad no deberíamos esperar nada de los demás ni hacerles creer que pueden esperar algo de nosotros. La vida es demasiado complicada demasiadas veces y las situaciones nos desbordan porque cada uno va a su bola aunque disimulemos con muy poca vergüenza nuestras verdaderas intenciones.
Las prioridades están más que claras en nuestro personal baremo vital aunque demos a entender que cedemos y tomamos en consideración las necesidades o gustos de los demás. Damos por sentado –qué osadía, por todos los dioses- que “los demás” tienen que comprender, aceptar y asentir a nuestra particular escala de valores. Nos auto convencemos de que tenemos la razón comiendo de nuestra mano y que son “los otros” los equivocados.
Para qué vamos a discutir con nadie si ya antes de entrar a por uvas hemos decidido que el otro yerra y que esto es lo que hay, y si te viene bien de acuerdo y si no pues como que te vas a hacer puñetas tú y tus egoísmos incomprensibles.
Esta amiga –amiga porque a mí me apetece considerarla así aunque ella se sitúe por encima de cualesquiera calificaciones- me ha hecho comprender, me ha explicado con mucho esfuerzo y dedicación (por lo que estoy agradecida) que lo que realmente deberíamos asumir es la libertad inalienable de no esperar nada de nadie y de defender el derecho total y absoluto a que nadie espere nada de nosotros.
Suena bruto, suena muy fuerte, pero como las verdades del barquero está preñada esta “aseveración cruel” del aire más puro imaginable que trae la brisa de la libertad.
Somos libres, maldita sea, libres para zafarnos de la manipulación social y emocional de andar siempre “esperando algo” de los demás, sintiendo de forma gratuita que somos “deudores de algo”. Porque hemos nacido en esta familia o en esta otra, porque somos madres, hijas, hermanas, esposas, amantes o amigas de quienes caminan a nuestro lado.
Soy libre de querer “porque quiero querer” sin que nadie me ponga una daga en el cuello, soy libre de dar o de no dar, y más libre todavía de no querer esperar nada que venga envuelto en el pringoso papel de regalo de la compensación.
Así las cosas, después de un tiempo de reflexión y del trabajo de considerar ciertas situaciones desde el prisma de los demás, llego yo también a la conclusión de que mejor me va a ir en la vida si consigo que los demás no esperen nada de mí y…de no esperar yo misma nada de los demás.
Es que la vida es un aprendizaje que conlleva dolor y daño, ilusión y decepción a partes iguales, un camino con tantos cantos afilados como pasos haya que dar, una experiencia alumbrada por un pequeño fanal que no alumbra mucho más allá de nuestros pasos temblorosos…
Cuando pueda aceptar que ese “no esperes nada de mí” no es un grito de desgarro sino un canto de amor, seré realmente libre y, quizás sabia para comprender… lo que tengo que comprender.
Felices los felices.
LaAlquimista
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*** “Der Wanderer über dem Nebelmeer” del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich. “El caminante sobre el mar de nubes” (1818)
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