Supongamos que somos un castillo con sus almenas, la torre del homenaje, sus amplias –y difíciles de calentar- estancias y su foso preceptivo. (Los cocodrilos son opcionales). Supongamos que para protegernos de eventuales agresiones estamos provistos de un puente levadizo que se baja y se sube a voluntad del señor o señora del castillo.
Hasta aquí vamos bien porque me encantan las analogías, los ejemplos imaginativos e incluso rebuscados –que dan buena cuenta de los recovecos de mi mente- para explicar, explicarme a mí misma la mayoría de las veces, los mecanismos que utiliza el ser humano para afrontar esa “lucha” que es la vida cotidiana.
Al imaginar ese castillo no me he visto nunca como princesa esperando ser rescatada ni como una “cersei” omnipotente y cruel. Cuando veo y siento el “castillo” en el que habito no voy más allá de mi propio cuerpo, mente y espíritu como una unidad indivisible.
A veces me gustaría llevar un letrero como esos yogures que se venden de cuatro en cuatro y que no se pueden adquirir más que como pack. Me gustaría, vaya que sí, que se viera claramente que mi cuerpo, mi mente y mi espíritu conforman un castillo al que tan solo se puede entrar cuando amable y voluntariamente bajo el puente levadizo.
Bajarlo significa desprotección y vulnerabilidad, pero también socialización, generosidad, afán de compartir, deseo de amar y ser amada.
¿Por qué siento pues tan a menudo el reflejo intuitivo de elevar el puente y “fortificarme”? ¿Acaso es porque tengo “una edad” en la que he aprendido que son más los enemigos que los amigos? ¿Tanta decepción me habita…?
Recuerdo mi primera juventud como un tiempo en el que no sabía lo que quería y tampoco me importaba porque pensaba que todo llevaba un ritmo inexorable y que ya me iría dando cuenta al ir quemando etapas de qué era lo que buscaba y podría establecer un buen orden de prioridades para conseguir mis metas y superar los retos. Recuerdo también mi primera madurez –ahora creo que estoy ya en la tercera- en la que me gustaba proclamar que ya había conseguido saber “lo que no quería” y que eso era tan importante o más que su contrario.
Ahora, desde mi castillo, tengo tantas dudas que no sé si hago bien cuando bajo el puente levadizo ni cuando lo levanto, me sorprendo cambiando de opinión en cosas que antes me parecían de lógica cartesiana, me contradigo en ciertos pensamientos y algunas acciones y, ya el colmo de los colmos, me perdono por ello. Y me quedo tan tranquila.
Esta semana me he sorprendido contándole a una amiga “el cuento del puente levadizo”, animándole a cuidar su energía y protegerla de cualquier intento de absorción por parte del “enemigo”.
Pero no hay enemigo que valga, eso son historias de vendedores de humo para que nos cuestionemos lo que hacemos o lo que dejamos de hacer. Ni hay amigos, ni hay enemigos, tan sólo hay la mirada personal sobre los demás. Y si en el castillo suena la música, el hogar está caliente y queda un pequeño espacio para los sueños… todo está en orden.
Felices los felices.
LaAlquimista
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