Sé poco del auténtico origen del Carnaval –levantar la carne– o carnestolendas –fiestas de la carne-, de ese tiempo de jolgorio antes de la tristísima y gris Cuaresma cristiana así que es poca mi experiencia en el asunto de disfrazarme y salir a la calle a bailar al son de las comparsas. Quizás es que tampoco entendí –ni le saqué chispa- a esa inveterada costumbre que hay en este pueblo grande en el que nací de desfilar serios y compuestos mientras los demás te miran en silencio. Dicen que los donostiarras somos especialistas en eso, no lo sé, a mí nunca me han pillado en ningún desfile, mi forma de ser es poco proclive a hacer de comparsa, ni tan siquiera con música de fondo.
Corría el año 1976 y hacía menos de tres meses que el dictador dormía debajo de una losa; las prohibiciones empezaban a escurrirse, algunas discretamente, otras a bombo y platillo y adornadas con no poca alharaca. Los desfiles de Carnaval habían estado prohibidos en mi ciudad durante lustros y ni siquiera tuvimos cuando niños el alivio de disfrazarnos inocentemente en el colegio así que, como nunca antes me había disfrazado de nada, opuse una cierta resistencia a hacer algo tan sólo porque ya no estaba prohibido. Al año siguiente, alguien tuvo la visión necesaria para organizar pública y oficialmente el festejo carnavalero y parecía como si nunca nos hubiera faltado el jolgorio de los disfraces. En realidad fue un “salir a la calle” haciendo el tonto, pero con la cara tapada, sin “darla”, impunemente. Y eso es lo que me sigue sin gustar, lo de esconderme.
Recuerdo a una de mis amigas –que siempre se las daba de modosita- tapada con una sábana vieja, manchada de pintura roja y envuelta en cadenas, pegando saltos, brincos, gritos, (se suponía que iba de fantasma/zombie o algo así) en un frenesí enloquecido que, por lo inhabitual de la cosa, se me quedó grabado. Servidora se puso un vestido indio antes de que inventaran a Pocahontas y me sentí incómoda tirando a ridícula y fuera de mi pellejo hasta que pude volver a casa y ponerme los vaqueros de siempre.
Pero aprendí a observar cómo personas adultas, teóricamente responsables, por el simple hecho de ocultar su rostro, es decir, por sentirse IMPUNES, cometían pequeñas tonterías tales como “meterse con los demás”, molestar un poco, bromear, empujar o hacer burlas…a cara tapada.
A mí lo de hacer el tonto se me da bastante bien durante casi todo el año porque ya he conseguido –y lo mío me ha costado- erradicar el sentido del humor atrofiado que adquirí en la infancia, y gracias a los muchos tratamientos a los que lo he sometido a lo largo de la vida para regenerarlo he alcanzado resultados considerables sobre todo cuando se trata de reirme de mí misma.
Esta tarde/noche se pondrán la máscara permitida muchas personas para salir a la calle a disfrutar de la fiesta o harán la fiesta en casa, con glamour y amigos de confianza. Algunos serán identificables, pero otros conseguirán engañar hasta a sus propios conocidos.
Algunas personas se quitarán la máscara en vez de ponérsela y, en ese ejercicio de prestidigitación, mostrarán durante unos días su verdadero rostro para hacerse con fuerza suficiente para poder estar ocultos tras de sí mismos hasta los próximos Carnavales.
No creo que vea ni a unos ni a otros porque esta no es mi fiesta y dejo mi sitio para el que la quiera disfrutar.
Me faltan puntos de referencia, lo reconozco y no sé si alguien se querrá tomar la molestia de explicarme algo que no soy capaz de sentir, excepto que lo lleves en la sangre por alimentación geográfica y tradición.
Felices los felices.
LaAlquimista
https://www.facebook.com/laalquimistaapartirdelos50/
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com