Nadie negará que la muchedumbre aturde. Otra cosa es que, en determinadas circunstancias, necesitemos y busquemos ese aturdimiento, ese sentirnos gregarios, seguros junto a la tribu social que hemos elegido o en la que un incierto azar nos haya dejado caer. Ser parte del grupo, exorcizar la soledad y el aislamiento, mirar y ver rostros humanos, cuerpos en movimiento, escuchar voces aunque no nos hablen a nosotros.
Vivimos en un tiempo que es el paradigma del “Principio de acción y reacción” (según nos explica Newton y la derivación psicológica de su Tercera Ley), y la prueba de ello la estamos viendo cada día, a cada instante de esta recuperada comunicación entre humanos que intentan reencontrarse en los pasos inseguros del deseado final de una terrible pandemia.
Se está produciendo demasiado bullicio en la búsqueda del equilibrio perdido. Hay un exceso de ruido, una exultante algarabía, casi un estruendo en los lugares en los que nos concentramos los humanos en la huida casi desesperada de las cuatro paredes que nos han confinado por nuestro bien pero en contra de nuestra voluntad. Si nos hubieran dejado elegir, probablemente, una ingente cantidad de libertades individuales habrían seguido copando el espacio público. Pero no hablemos de la condición humana, sino de cómo gestionarla sin que vuelen piedras sobre nuestra cabeza.
Bien es cierto que nadie es tan estúpido como para meterse por propio pie en charcas que le son ajenas o poco apetecibles. Elegimos continuamente el dónde y el cómo aunque a veces se nos olviden los “porqués”. No importa. Nada importa porque todo es a la vez imprescindible y ahí se nos forma “bola” cuando queremos digerir la contradicción personal cuando la ajena la rechazamos de plano.
Las ciudades están ahora mismo colapsadas. Un maremágnum compuesto por mobiliario urbano y seres humanos de todo tamaño y condición. Como hormigas que corren atolondradas buscando el nuevo hormiguero que sustituye al viejo que fue destruido. Seres ansiosos de aire, luz, ladrillo, arena, parques, fuentes, semáforos y terrazas que han ascendido a la categoría de oasis en el desierto. Grandes y pequeños, vivaces y pausados, mujeres, hombres, niños y perros, muchísimos perros, más perros que niños según cuenta la estadística, todos invaden, invadimos, enarbolando el estandarte típico del guerrero que vuelve a terreno ya conquistado.
Pero todo camino tiene dos direcciones, el que sube y el que baja, el que lleva hacia y el que retorna desde. El que lleva al bullicio y el que te aleja de él. Quizás, al fin y al cabo, lo único que importa sea caminar. Poder seguir caminando.
Felices los felices.
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Fotografías: Cecilia Casado