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Cecilia Casado

A partir de los 50

Enterrar a la madre

Mi madre falleció el pasado 28 de Diciembre, una fecha para recordar, qué duda cabe. Tuvo su cristiano entierro en la tierra y su funeral religioso. Gracias a su deceso nos reunimos toda la familia al completo como no lo habíamos hecho en los últimos veinticinco años, cuando se fue mi padre, un 2 de Enero, otra fecha para recordar.

El caso es que, entre coronavirus y paralización de actividades, no he podido meterme a vaciar su piso hasta, como quien dice, ayer mismo. (No soy hija única, éramos familia numerosa, pero prefiero hablar únicamente de la parte que me ha tocado asumir).

Han sido muchas las horas pasadas en un piso vacío y lleno a la vez. ¿Dónde se fue la energía que mantenía en su lugar cuadros en las paredes, geranios en la terraza y libros en las estanterías? He abierto ventanas para ventilar de varios meses de tristura confinada; las palomas buscaron cobijo en el toldo a rayas y dejaron su huella en las baldosas a cuadros. Plantas secas y hojas muertas; el invierno en plena primavera.

Y el polvo. Y el olor de los armarios cerrados. El runrún del frigorífico vacío que sigue enfriando los silencios. Una botella mediada de aceite, un paquete empezado de arroz; galletas reblandecidas, un brik de leche caducado. La misma toalla en el toallero que hace cinco meses. El buzón lleno de papeles inservibles. Imposible sentir nostalgia en medio de este insalvable caos. Algo parecido a la nada, quizás.

En un armario están los álbumes de fotos de toda una vida. Algunas de ellas, fotos desconocidas, de su noviazgo, de sus amigas, de gente que ahora ya es imposible saber quiénes eran. ¿Por qué nunca me enseñaste esas fotos cuando todavía había una historia detrás de ellas? Y las postales. Mientras papá se dedicaba a sacar fotografías allá donde fuerais –no era buen fotógrafo aunque muy insistente-, tú comprabas postales a todo color. Decías que eran más bonitas que las fotos en blanco y negro y no te quito la razón, pero lo perfectamente impersonal nunca podrá sustituir –a mis ojos- a lo íntimo e imperfecto hecho con cariño.

Dentro de poco desaparecerán a mazazos y martillazos las paredes que acogieron tu vida durante los veinticinco años que duró tu viudez. Nueva gente creará un nuevo espacio para sentir, dormir, respirar y construir sus propios recuerdos. Los tuyos, ya no existen. No queda nada cuando se vacían los armarios, los cajones, los sueños de quien ha dejado de existir. No hay maleta en la que quepan los recuerdos de toda una vida.

De ti, me queda mi vida, tú me la diste y siento que te lo debo. Gracias, mamá. Como siempre ha sido entre nosotras, tarde y mal. Pero no importa. Seguiré vaciando tu casa, limpiando tu espacio, aireando tus penas.

En realidad, lo que importa cuando fallecemos no es cuánto ni cómo nos hayan amado, sino a cuántos y cómo hemos querido nosotros. Eso es lo único que nos podemos llevar (por decir algo): el amor que hemos ofrecido.

El resto, son recuerdos de color sepia que hacen bonito pero que no tienen demasiado valor.

Me hace sentir paz que hayas dejado de sufrir de una vez.

Felices los felices.

LaAlquimista

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*** Fotografías privadas. Prohibida su utilización.

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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