*** “Mermaid” Óleo sobre lienzo Amanda Arrou-tea
El ser humano está diseñado fisiológicamente y programado mentalmente para aguantar casi todo lo que le echen y esa es la forma vulgar de explicarnos que somos máquinas aunque pretendamos considerarnos hijos de los dioses.
Mi amiga María (nombre ficticio) ha llegado a su límite de resistencia este pasado fin de semana y se ha venido abajo toda ella: hasta el fondo. Su cabeza –tan bien amueblada desde siempre-, su corazón curtido en mil batallas, sus manos de artista, su vientre amantísimo, sus piernas como vigas de acero… toda ella, en fin, ha recibido el “aviso sagrado” de que tenía que parar.
Bendita tu voz, María, cuando he podido escucharte después de haber superado la crisis que te llevó de madrugada al hospital. Bendito tu eco que aún me resuena en el corazón con la fuerza de una música que insiste en ser escuchada.
María forma parte de ese ejército de amazonas, de féminas guerreras, de mujeres salvajes que han venido a este mundo con el sino grabado a fuego en su alma. Son esas mujeres que cuidan, que salvan, que protegen, que muerden con los dientes a quien intente privar de sustento a sus crías; esas hembras nada dúctiles, imposibles de domesticar por las reglas heteropatriarcales del tiempo que les ha tocado en (mala) suerte vivir.
Son tantísimas y se las siente por doquier, esas mujeres con principios y sin finales, generosas con lo suyo que no saben hacerlo suyo porque siempre lo han compartido; leonas que cazan para que los demás puedan comer.
Esas mujeres, como mi querida amiga María, pertenecen a una generación que las abocó a un destino carente de libertad para aceptarlo o rechazarlo: mi generación, también. Con una educación inyectada en vena a la que nos hicieron adictas irreversibles por más que se intentó una y mil veces “desintoxicarse” del atroz egoísmo ajeno para el que nos hicieron sacerdotisas supremas.
Cuidar, amar, proteger, ayudar. Levantar, reconstruir, limpiar, volver a plantar para esperar la siguiente cosecha a pesar del granizo, las heladas o la sequía. Lo que hiciera falta, María, ahí has estado contra viento y marea, en la montaña y a la orilla del mar, respirando nieblas y salitre, resistiendo.
Cuando llega el momento en el que la mente se colapsa por puro agotamiento, el cuerpo se desconecta y queda inerte, sin fuerza que lo sostenga: revienta.
Agradezco que estés viva para contármelo, viva y sonriente desde detrás de tus lágrimas, serena al comprender que se ha encendido una “luz roja” a la que no puedes sino hacer caso. Parar, hay que parar para recomponer el estropicio causado y empezar de nuevo…de otra manera distinta, relajada, sencilla, primitiva incluso.
Mujeres como María soportan sobre sus hombros y en sus corazones cargas inmensas que no deberían estar ahí, sencillamente porque –casi siempre- no son propias sino ajenas. De los hijos, de los amores, de los padres, de otros, en definitiva. Y al hacerlas suyas agregan a su propio peso un excedente que hace que la presión aumente de tal forma que acaba reventándolo todo. Se han olvidado de instalar una válvula de seguridad…
Enseguida nos vemos, María, con unos percebes de por medio para poder echarles a ellos la culpa de las lágrimas que se derramarán. Lo peor ya ha pasado. Eres mi campeona.
Felices los felices.
LaAlquimista
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