Mi amona Julia era de esas mujeres que creció entre refranes pero a los que adornaba con un toque de chispa personal. En su tiempo no se había inventado eso de tener un “plan B”, se decía “alternativas u opciones”, pero ella aseguraba que “en la vida todo tiene arreglo menos la muerte”. Qué sabiduría la de la época, lo que no funcionaba se arreglaba: toda una filosofía . Qué buena gestión de la frustración, qué capacidad de resiliencia (que tampoco sabía lo que era, me temo), qué inteligencia emocional tan adelantada a su tiempo.
El caso es que ahora nos dicen que es preciso contar con un “plan B” en la recámara por si fallan “las balas” que nos han tocado en suerte. No sé yo. Sería algo así como comprar billetes de avión para Canarias y para Londres y decidir al final a qué destino se va según haga sol o smog. (Hay quien lo hace aunque parezca ridículo). O como quienes tienen una pareja oficial y otra oficiosa para ir cambiando de escenario el aburrimiento.
Tener un “plan B”, es como ocultar un as en la manga para salir del paso si nos han tocado malas cartas, una especie de “seguro emocional y vital” para no quedarse en la estacada cuando la vida, con sus paradojas traidoras, se empeña en fastidiarnos los proyectos.
El “plan B”, está presente en aquel poema llamado “Instantes” -mal atribuido al genial Borges- https://blogs.20minutos.es/poesia/2009/05/13/instantes-poema-jorge-luis-borges-nunca-escribiai/, cuando dice que “iba a todas partes con un termómetro y un paracaídas”… viajando por la vida con un “seguro multihogar” en la mochila.
Hace años que no uso ningún “plan B”; descubrí que abultaban demasiado y a veces caducaban antes de haber podido servir para algo. Ahora, improviso. Procuro improvisar poniéndome en “modo zen”.
Esta semana pasada me ha ocurrido por dos veces. Dos planes “A”, con mayúsculas, importantes como eventos, bonitas celebraciones, uno de ellos como exaltación de la amistad y el otro como exaltación de la vida, se han esfumado por motivos de fuerza mayor. Ambos con dolor para las personas con quienes iba a compartirlos, siendo mi “sufrimiento” meramente colateral, pero quedándome en la estacada con dos palmos de narices.
Dos situaciones que me han hecho reflexionar sobre la futilidad de los proyectos, la inanidad de los deseos y la obligada aceptación de aquello que no puede ser cambiado si no depende de la propia voluntad.
En uno de los casos –tengo permiso para contarlo- la persona con quien iba a compartir una especial celebración ha sido víctima de un doloroso traumatismo físico que le ha dejado “tieso”. Sin más alternativa que recurrir a los opiáceos para aliviar el intenso dolor y guardando el más estricto de los reposos durante el tiempo que el cuerpo requiera.
Ese amigo mío se resistía ferozmente a aceptar la realidad, insistiendo en pergeñar un “plan B” para salvar la situación que, a todas luces, era irreversible. Su sufrimiento fue doble: por las sacudidas de los nervios aplastados y por la frustración ante los deseos irrealizables.
He tenido que hacer de “vendedora de humo” y convencerle de que la realidad nunca tiene un plan B y siempre se empecina en ser como decide ser. Acepta. Acepta. No te resistas, porque si te resistes tardarás más en sanar. Yo qué sé las cosas que le dije para intentar que dejara de jurar en arameo empujado por la rabia que le nublaba la razón casi tanto como el dolor.
Un domingo a media mañana, vestida de fiesta, como cuando estrenábamos la ropa de primavera el domingo de Ramos, “compuesta y sin novio” y con la nevera vacía. Dejé el atuendo festivo sobre la cama y recuperé los vaqueros, la camiseta y las zapatillas de ir al monte… que la naturaleza no se mueve de su sitio… de momento. Al volver, el bar de debajo de casa olía a calamares recién fritos. ¡Viva mi “plan B”.!
Y felices los felices.
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