Acabo de regresar de un viaje por tierras islandesas, un recorrido circular de doce días por el país de “hielo y fuego”, el reino de los elfos y las leyendas de los vikingos. Islandeses he conocido pocos, más bien contados con los dedos de la mano, porque ya se sabe que en un periplo organizado las ovejas –incluso las negras- tienen pocas posibilidades de escaquearse del rebaño.
Españoles he conocido unos cuantos más, trabajando en la hostelería o en temas relacionados con la biología marina o la pesca, ya que el porcentaje de desempleo es bajo tirando a escaso (7%) y hay gran demanda en el sector servicios. Es decir: allí se va a trabajar por los altísimos salarios y poder ahorrar o mandar dinero a casa, como hacen los cientos de miles de extranjeros que vienen a España a buscarse la vida y a quienes miramos con ojo avieso. (Reflexión número uno)
En cuanto a la Covid-19, Islandia aparece a la cola de contagios puesto que las autoridades sanitarias y el Gobierno usaron mano de hierro forjado en cuanto a restricciones pensando únicamente en el bien común y no en la poltrona personal. (Reflexión num. 2) Sin olvidar el corte de mangas que les hicieron a los bancos cuando fueron a pedir ayuda de rodillas y con voz de jilguero. (Reflexión num.3)
Ellos tienen a sus elfos, tan reales como los santos y vírgenes nuestros, a ver si no vamos a respetar costumbres ajenas sobre todo si vamos de visita. Y sus sagas que no le andan a la zaga al Cantar del Mío Cid. Y casi un millón de corderos que andan sueltos por prados y herbales sin que nadie venga a secuestrarlos para hacerse un apaño u otro rebaño. (Reflexión num.4)
Pero no quiero hablar de las costumbres de los islandeses, –que se pueden conocer ampliamente a través de SanGoogle- sino de cómo cambian las nuestras, las de los “españolistos” viajeros que llegamos al Norte acarreando maletas llenas de ropa de abrigo y medicinas imprescindibles por si nos pasa algo y no encontramos una farmacia en cien kilómetros a la redonda.
Si hay algo que me llama poderosamente la atención es el comportamiento del turista que, desde el minuto uno, comienza a hacer comparaciones con todo lo que se tropieza en el nuevo lugar para que, obviamente, gane la partida por la mano “lo patrio”, “lo nuestro”. Que si qué caro es el vino y resulta que es de Rioja, que si la ropa de lana a precio de vellón –precisamente por eso es de oveja- porque curiosamente no está hecha en Bangladesh, (Inditex sólo tiene una tienda en Islandia, por algo será.) (Más reflexión)
¡Qué dados somos a criticarlo todo, a denostarlo de un plumazo, a hablar sin saber! Cuando un guía local nos cuenta los logros domésticos…simplemente no le creemos o pensamos que exagera en plan chauvinista y tal. Como si gastar nuestro dinero en un país visitado nos diera patente de corso para buscarle tres pies al gato. Por cierto, en Islandia no hay costumbre de mascotas –perros o gatos-; corren leyendas urbanas con más o menos mala uva, así que yo, calladita. (Esta reflexión es de ida y vuelta)
Volviendo a la autocrítica viajera, me pregunto –una vez más- cómo es posible que los españolitos parezcamos unos muertos de hambre ante el bufé del desayuno de un hotel. ¿De verdad que tenemos costumbre de desayunar en casa las barbaridades que nos echamos al plato? ¿Qué puñetas hacemos con torres de huevos revueltos, salchichas, beicon churruscado y alubias? ¡Y no te digo ya nada de las tortitas con mermelada, los gofres con churretes de margarina y chocolate, los pastelillos diversos y la bollería rellena! Las bandejas de fruta bien cortadita se vacían en un pispás, así como del zumo natural se beben varios vasos y luego –que todavía queda sitio- un par de cafés con leche y “lo nuestro”: un par de tostadas con mantequilla y algún que otro cruasán (pero de los pequeñitos). De locura, vamos.
Para colmo nos llevamos en la mochila o el bolso el almuerzo y la merienda y hasta la cena de ese día, haciendo caso omiso del letrero bien grande (pero escrito en inglés, jeje) que ruega a los señores huéspedes del hotel consumir las viandas únicamente en el comedor… ¡Que nos tienen calados a todos!
Y que si la habitación es pequeña, que si no hay bañera y sólo ducha, o que sí hay bañera y es alta y a ver si me voy a escoñar. No se valora el hervidor y las infusiones de cortesía que hay en todos los hoteles del país, a ver si pillas eso en España, donde te cobran hasta el agua del grifo. Por cierto, el agua islandesa de calidad superior, gratuita en todos los restaurantes sin que te cuenten milongas para venderte la mineral envasada. No sigo porque me aburro a mí misma, que ya es decir.
Del viaje hay que volver cambiado, enriquecido de la experiencia, reflexivo y contento o –por lo menos- habiendo aprendido algo que no sabíamos. Pero me temo que casi siempre se vuelve añorando lo nuestro, suspirando por cerrar el círculo volviendo al hogar, a la cama pequeña de colchón viejo y al café de filtro con magdalenas industriales. O a lo que cada uno considere bienestar dentro de sus cuatro paredes. Aunque lo importante, qué duda cabe, es poder volver.
Iceland, borrachera de naturaleza, uno de los países más hermosos que he visitado nunca. Ningún edificio me ha impresionado más que sus montañas convertidas en volcanes, el mejor museo de arte no tiene parangón con esta “colección” de bellezas naturales. Glaciares e icebergs, animales en libertad, extensas superficies de un verde imposible. Agua que baja en cascada tímida o catarata abundante; agua que mana caliente a sus pozas y ríos termales, agua que sale vibrante en forma de vapor en sus geiseres. Playas de arena negra, abruptos acantilados de basalto, témpanos de hielo de hace siglos flotando en lagos a punto de congelarse… Fascinante Islandia. Ojalá dure todavía muchos años.
Felices los felices.
LaAlquimista
Fotografías: Cecilia Casado
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