Ya he contado por aquí que he hecho un viaje en grupo como contradicción flagrante de mi inveterada necesidad de silencio y soledad; también me he perdonado por hacerlo, ya que una no se va al confín del mundo sola a mi edad y sin saber si tendrá comida caliente y cama cómoda al llegar la noche, aunque una cosa no quite la otra y tengo que confesar que he regresado de mi pequeño periplo islandés un poco tocada del ala.
Soy extremadamente observadora y para ello hay que “ver, oir y callar”, materia en la que voy sumando puntos a la vez que gano en años. Ya no soy aquella persona que quería destacar en los grupos hablando más y más alto que los demás; he tenido la buena suerte de poder comparar los beneficios de la sociabilidad con los de la solitud elegida y hallar un punto más o menos intermedio que me hace sentir tranquila y en paz conmigo misma amén de no dar la tabarra al prójimo.
Así las cosas, doce días de “excursión de colegio” en un bus con la “andereño” (señorita o maestra de niños) amarrada al micrófono contándonos lo que veíamos por la ventanilla, lanzando admoniciones para infantes atolondrados -a pesar de que la edad media del personal superaba con creces la de jubilación-, y recordándonos machaconamente que no olvidáramos las maletas o los dónuts en ninguna esquina…me han dejado un poco fuera de combate.
Mis oídos no han disfrutado de silencio durante casi doce horas al día. O daré la vuelta a la frase. Mis oídos han estado avasallados por el ruido y la cháchara durante demasiadas horas porque todo se hacía en grupo, como si estuviera mal visto separarse unos cuantos metros para disfrutar en calma de la naturaleza o de un buen plato de comida sin tener que comentar la jugada con el de al lado o el de enfrente. Una tortura -siendo un poco exagerada-, pero un gran inconveniente sin lugar a dudas.
Sin embargo, yo les veía a todos felices y contentos en su algazara compartida, en las risas comunitarias, en la costumbre de estar todos juntos a la vez en el mismo sitio. Soy consciente de que di la nota en algunos momentos por mi querencia de soledad o mi manía de sentarme sola en el bus, pegada a la ventanilla y con cara de ensimismamiento meditativo. A pesar de ello, he hecho algunas nuevas amistades con personas con las que compartía inquietudes o la ausencia de intereses grupales.
¿Cuál es el auténtico fin de un viaje? Me lo pregunto y lo pregunté a algunos de mis compañeros de reparto. -“Conocer lugares diferentes, hacer amistades nuevas, salir de la rutina”. Estas fueron las respuestas más comunes y todas válidas sean para quien así lo sienta por aquello del respeto al prójimo y a ver si hay suerte y me respetan también a mí.
Viajé a Islandia únicamente por ISLANDIA. Como el que quiere ir a París por ver la torre Eiffel y cumple su sueño o su deseo una vez en la vida. Quise ser espectadora de una naturaleza grandiosa y, muchas veces, estruendosa, pateando sola con mi bastón de monte los caminos marcados para los visitantes, pero en mi silencio interior, intentando sentir sin alharacas ni abuso de fotos con el móvil o posando haciendo el signo de la victoria.
Qué trabajo cansado compartir con desconocidos (amables, eso sí) todas las horas del día en un desenfrenado vaivén de maletas –el horror de haber dormido cada noche en un hotel diferente-, horas en autocar cabeceando y sentirse –como yo me sentía- una oveja pequeñita dentro de un rebaño pequeñito también.
Presentía que algo así ocurriría y lo doy por bueno puesto que he conseguido la meta que anhelaba: visitar un país por el que me sentía profundamente atraída. Agradecida por el privilegio de haber satisfecho mi deseo, ahora tengo que compensar de alguna manera esta sobredosis de socialización.
Y lo mejor de todo es que el remedio lo tengo al alcance de la mano.
Felices los felices.
LaAlquimista
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