Van a cumplirse dos años desde que un virus desatado viajó sin pasaporte ni visado por toda la geografía mundial. Dos años en los que hemos contado muertes y contagios cotidianamente, incorporando a nuestro esquema mental y vital el hecho de estar en perpetuo estado de alarma. El miedo se ha infiltrado en todas las casas y no ha habido EPI o escapulario que lo detuviera. Ahí está, bien aposentado en la parte de atrás del lóbulo frontal cerebral, que es el de pensar.
Como no podía ser de otra manera, de resultas de ese pánico –en muchísimos casos hipocondríaco- a rozarnos con el prójimo hemos ido aislando y limitando nuestra tendencia natural a la socialización y se ha echado mucha tierra embarrada sobre la necesidad de no estar solos. ¡Qué terrible paradoja que se haya buscado la soledad después de tantos lustros intentando huir de ella!
El virus pasará algún día y será algo parecido como rebuscar y retirar los escombros después de un terremoto: que poco de lo que se encuentre estará en buen estado de uso, si no muerto y listo para el entierro.
No va a ser fácil –ni previsible- recuperar la autoestima perdida, ni mucho menos las amistades apartadas a manotazos. Va a ser complicado volver a la casilla de salida y retomar las rutinas como si no hubiera pasado nada porque todos tenemos memoria –y algunos hasta conciencia- de cómo ha sido nuestro comportamiento y tan sólo va a servir de consuelo echarle la culpa al maestro armero.
¿Hemos sido de los que hemos cerrado puertas o de los que nos las han cerrado en las narices? ¿Hemos abandonado emocionalmente a familiares, amigos y conocidos pensando únicamente en el sálvese quien pueda? ¿Pensamos que todo esto va a ser gratis…?
Entre lo que me ha tocado vivir (padecer) en primera persona, lo que me han confesado sufrir (padecer) otros por persona interpuesta y lo que “en general” se está teniendo constancia en los foros de apoyo psicológico, emocional y psiquiátrico, la conclusión es: “blanco y en botella”.
Cada día estamos más solos, más perdidos, más aislados de cualquier ser humano con el que antes nos agarrábamos la mano, con quien nos dábamos un abrazo de oso o unos besos cariñosos. Por miedo o por lo que sea –tanto da-, se está abriendo una brecha profunda y que costará salvar el día en que desaparezca la virulencia amenazante.
Y cuando llegue ese día, no quiero quejas. Y tampoco me quejaré yo de las consecuencias de mis actos. Habrá que aceptar una nueva “anormalidad” que habitará entre nosotros y en la que habrá menos amigos y más conocidos, en la que sobrevivirán únicamente las relaciones que han seguido amparándose en el corazón y no en el miedo cerval e irracional a mirar al prójimo de cerca.
O como dicen los filósofos aunque no tengan cátedra: “Arrieros somos y en el camino nos encontraremos”.
Felices los felices, malgré tout.
LaAlquimista
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