Luna llena en Chiapas
Ayer me despertó la luna a las cuatro de la mañana. No sé por qué se le ocurrió susurrarme al oído en mitad de la noche sabiendo como sabe después de tantos años que no me hace feliz dormir sola cuando se viste de gala y que se me enfría el corazón si no hago que esa noche pase sin rozarme. Pero allí estaba yo, imaginando un amante mientras las sombras de los árboles del paseo se reflejaban en la pared de la habitación.
En vez de arroparme de autoconmiseración terminé de hacer la maleta para preparar el siguiente salto en el mapa, y para la hora del ángelus ya volaba camino del sur de México. Una pequeña escapada para disfrutar de unos días de vacaciones junto con mi familia en la hermosa y dulce ciudad de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas.
Calles empedradas bajo una luz vespertina limpia y fresca. Las montañas cercando la ciudad, despojándola de humos superfluos y ofreciendo el encuadre perfecto de postal para el recuerdo. Sus casas de paredes azules y amarillas, los patios con el verde natural de plantas y el olor de tantas flores; la gente, bulliciosa siempre, la plaza y el quiosco musical, la catedral como un cromo difícil de imaginar. Todo cuanto conforma el estereotipo de la belleza colonial suspendida en el tiempo.
De repente, al final de la calle en cuesta, hace su aparición. Insolente y envalentonada por su grandeza de hoy, la Luna desliza su luz sobre los tejados y se deja caer, suavemente, hasta las piedras de la acera, justo al borde de mis pies y mi sorpresa. ¿Me espolea, me persigue, me envía un poema de luz blanca que no sé descifrar?
Se acerca la medianoche y queda encuadrada en el marco de mi ventana. Como un sueño que no quisiera que fuera pesadilla, una luz inquietante acuna mis palabras en la pantalla del ordenador, donde no hay poesía, donde no hay más que silencio y ausencia.