Esto no es de ahora. Ya muchos lustros antes de que cayeran las bombas sobre Ucrania había en el mundo mil y un motivos para desgarrarse las vestiduras. Pobreza, hambruna, guerras, violencia, derechos humanos pisoteados. Casi todas estas barbaridades eran “patrimonio” de países con gobiernos alejados de la democracia y lejanos también en la geografía. Quizás por eso los de mi generación (a partir de los 50) crecimos con llamadas inexcusables a la solidaridad. Fueron los tiempos de las primeras oenegés famosas o conocidas que propiciaron una corriente de generosidad colectiva que espoleaba y vapuleaba conciencias.
Era casi inexcusable ayudar en lo que se pudiera a aquellas criaturas que se morían de hambre mientras nosotros rebosábamos de comida. Las guerras seguían produciendo avalanchas de refugiados, pero en España no nos enterábamos (o no nos queríamos enterar). En aquellos tiempos los medios de comunicación no se habían convertido en “reallities en directo” como ahora. La vida orbitaba alrededor de lo cercano; pocos miraban allende las fronteras.
Fue precisamente en aquellos años 70, 80 y 90 del siglo pasado cuando se instaló en la mente occidental el apestoso concepto de “indiferencia”. Que no es otra cosa que no estar ni a favor ni en contra, ni por lo positivo ni por lo negativo…ante cualquier situación o hecho. Había indiferentes –mal llamados equidistantes- hasta de lo que ocurría en su propia familia, en su casa o en su pequeño país.
No se reaccionaba colectivamente ante casi nada como no fuera algo escandaloso que ocurriera en la puerta de al lado o afectara directamente a los del grupo familiar o tribu política. Fueron años acomodaticios en los que se acomodó quien así lo decidió, pero casi siempre (desgraciadamente) por pura ignorancia o por tener la conciencia anestesiada.
De aquellas gentes indiferentes salieron los hijos indiferentes que ya son adultos ahora mismo. Porque de lo que se mama se cría y eso no tiene vuelta de hoja. Recuerdo el espanto que me produjo que alguien cercano manifestara que no colaboraba con ninguna fundación u ONG porque… ”¿Qué me dan ellos a cambio aparte de la desgravación en la Renta?”
No debería quedarme sin argumentos para avalar las opiniones en las que estoy firmemente asentada por pura necesidad humanista. O humanitaria, tanto da. Es por eso que sigo insistiendo en espolear conciencias y solicitar que la gente se involucre en proyectos de ayuda a quienes lo necesitan porque les haya caído encima una desgracia que a nosotros nos ha perdonado.
No se trata de deprimirse y quedarse en casa encerrados; la vida sigue para quienes tenemos la gran suerte de despertar cada mañana sanos, bien alimentados y con personas queridas (cerca o lejos). Se trata de COMPARTIR en la medida de lo posible. Se trata de erradicar la INDIFERENCIA de nuestra vida. E incluso –ya puestos- de ser un poquito mejores personas, que todo es mejorable.
Estas arengas mías no siempre tienen buena acogida en las redes sociales. Demasiadas veces me castigan con la más pura indiferencia, sin comentarios, sin likes ni emoticonos. No es así cuando hablo de temas con ironía, cuando critico al gobierno o cuando me meto con el ayuntamiento. Ahí saltan todos como jaguares queriendo hincar su colmillo. Cuánto por aprender…
Felices los felices.
LaAlquimista
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