Dentro de la gran variedad de contradicciones que asolan la mente humana hay una que siempre me ha chirriado muchísimo; porque la he vivido, porque la he dinamitado y porque –finalmente- le he quitado cualquier importancia.
En realidad, la rutina, no es más que la costumbre de hacer las cosas de determinada manera, bien sea ir a trabajar todos los días o amarrarse al yugo de la pareja para formar una familia siguiendo ejemplos y mandatos sociales o religiosos.
Curiosamente sentimos que, de alguna manera, la rutina nos protege a la vez que nos fastidia con su molesto picotazo. Es una relación amor/odio que a todos nos ha asaltado alguna vez y es por eso que se nos vende el caramelo de que seremos más felices si “rompemos la rutina” para acabar deseando volver a la “vieja normalidad” de la que tanto quisimos escapar.
Mi única rutina es vivir, que no es poco. Sí, ya sé que esto es una boutade o una perogrullada, pero me di cuenta hace ya muchos años de que, a partir de cierta edad tenemos la llave de la mayoría de las cadenas que nos oprimen. A veces, esas cadenas, nos las han puesto “los demás”; en muchas otras ocasiones somos nosotros mismos los que nos las hemos colocado. A partir de ahí…ancha es Castilla para tomar decisiones… u omisiones.
La última semana he huido del mundanal ruido propiciando un tiempo de descanso mental, haciendo un “break” en mi rutina –rehabilitación del menisco, limitaciones físicas, ejercicios aburridos-, en un lugar tranquilo, en plena naturaleza, sin más compañía que el silencio y la meditación. Alojarme en una casa rural cómoda y caliente, atendida con mimo por los propietarios y sin más obligación que respirar aire puro, pasear por los alrededores del pueblo, “charlar” con el perro, escuchar a los pájaros y ver nacer las flores de los frutales.
La reacción de amigos, familiares o conocidos ha sido unánime: “¡Qué envidia!, ¡quién pudiera…!” y a todos les he contestado que romper la rutina es cuestión de despejar a manotazos la pereza y la indecisión; que no es algo que sea tan difícil –en condiciones mínimamente favorables-, pero para lo que hace falta un “martillo mental”.
Y romper a “martillazos” ese creernos indispensables para el mantenimiento logístico familiar, darle una “bofetada” al egoísmo de quienes nos retienen con demandas sin fin, buscar la grieta por donde entra la luz que tanto necesitamos. Romper, desatar, liberarse de esas rutinas que matan en vida… para luego desear volver a ellas como refugio, como si fuera “volver a casa”.
“La verdadera vida está detrás de lo que llamamos vida” *
Cuando esto se comprende es como si se nos apareciera el genio de la lámpara portando en sus manos el comodín para todas las jugadas, la llave que abre todas las puertas, el bálsamo que cura todas las penas.
Y las rutinas se desprenden de sus telarañas y pasan a convertirse en hilos plateados que iluminan el caminar.
Felices los felices.
LaAlquimista
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Fotografías: Cecilia Casado