Mientras los hijos viven bajo nuestro mismo techo y en consecuencia les damos de comer, conseguir establecer una buena relación con ellos es algo así como tener un avispero en el balcón y que no te salpique algún picotazo. Quiero decir que, al ser nosotros “los jefes” proveedores, nos arrogamos el derecho (con la excusa de educarles) de decirles cómo tienen que hacer las cosas y mangonearles a nuestro antojo si nos da por ahí el aire. Así pues, la relación con los hijos puede ser tan conflictiva como era la que teníamos con nuestros propios padres; rara vez se rompe el esquema para mejorarlo.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando esos hijos son adultos y forman su propio núcleo familiar? ¿Acaso no tienen derecho –todo el sacrosanto derecho- a establecer sus propias reglas y levantar sus fronteras? Es entonces cuando podemos poner en práctica esa teoría que quisimos que practicaran nuestros padres con nosotros y que tan mal resultado dio: “dejar que cada uno haga su vida”.

Porque no todo vale, no son las mismas normas para el rol de hijos, de padres o de abuelos. Cada situación requiere una actualización del sistema operativo total y absoluta. Lo que no le tolerabas a tu hija se lo permites a tu nieto y ahí está el conflicto. ¿Es tan difícil verlo?

Mis dos hijas están casadas y la mayor ya tiene una hija y un hijo. Viven en países diferentes del que nacieron con costumbres distintas a las que yo misma todavía practico. Es decir, que hay un choque teórico de intereses, modus operandi e incluso valores humanos puesto que la Ley no es igual en Europa que en América.

A veces, poquísimas, corro el riesgo de dar mi opinión, pero soy muy consciente de que NO ME LA PIDEN. No creo que esto se deba a un desapego por su parte sino que es la consecuencia lógica de la madurez. Ya saben lo que hacen, por qué lo hacen y se sienten seguras de las decisiones que toman… aunque estas decisiones, alguna vez, me hayan puesto los pelos de punta. Pues yo, calladita, que estoy más guapa.

Todavía tengo en la memoria las discusiones agrias y el consiguiente alejamiento con mi propia madre cuando se empeñó en manipular mi forma de vida y cuestionar la educación que yo daba a mis hijas. El desencuentro produjo una grieta tan profunda que duró hasta su muerte porque yo no encontré razón alguna ni amor suficiente como para dejar de ser yo misma y “ser ella”.

Esta reflexión viene a cuento de las conversaciones mantenidas con un par de amigas de mi edad que tienen problemas relacionales con sus hijos a cuenta de la manera en que ellas –como abuelas- tratan a sus nietos. Les ponen barreras, les critican, no están de acuerdo y sacan viejos reproches. Si lo miras desde fuera y con la suficiente perspectiva se ve blanco y en botella.

Mi prioridad en esta vida es llevarme bien conmigo misma y sentirme en paz con mi entorno. Para ello, me resulta imprescindible tener una relación lo más sana posible con mis hijas y para conseguirlo nada tan sencillo como dejar el testigo en sus manos y que tomen sus decisiones en libertad. No necesitan consultarme, ni mucho menos solicitar mi bendición para nada de lo que hagan. Yo juego en su equipo y punto pelota.

No meterse en la vida de los hijos –ni de los nietos- es garantía de buena relación con ellos. El resto, es el ego que crea problemas donde bien podrían evitarse. Que no se me olvide.

Felices los felices.

LaAlquimista

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