Mi madre no me enseñó a cocinar mayormente porque ella no se esmeraba demasiado en ese tema y en casa se comía “sota, caballo y rey” hasta morir de aburrimiento. Así las cosas, he intentado romper el “maleficio” peleándome con los fogones durante toda la vida mediante el viejo sistema de prueba/error y he conseguido no envenenar a nadie y que mis hijas crecieran sanas, fuertes y con amor por la gastronomía en general y la tortilla de patatas en particular.
Pero el signo de las nuevas tendencias alimentarias nos ha pillado como un toro en sanfermines a un corredor despistado. Ahora ya no basta con poner en la mesa el rape al horno con refrito para que a una le hagan la ola, sino que hay que hacer primero la encuesta de rigor –que ríete tú de las del INE- para tomar buena nota de cuanta alergia, intolerancia, anafilaxia, hipersensibilidad o meras manías gasta el personal.
Ya no somos todos omnívoros como era de desear para una alimentación equilibrada y positivamente nutriente sino que cada quien, en uso de la libertad que el sistema capitalista otorga a todos aquellos que pueden gastar dinero en elegir qué comerán, propugna nuevos usos y costumbres en la ingesta de alimentos.
Si pongo un plato de jamón en la mesa hay quien torcerá el morro y lo mismo hará si las croquetas son de bacalao. Ni soñar con un marisquito fresco o una ensaladilla rusa de toda la vida. Y así hasta acabar con la carta completa de lo que durante lustros nos ha gustado comer.
¡Ay, el pan tostado untado con mantequilla para desayunar! ¡Ay, el café natural con su aroma embriagador! Unos quieren batido de espinacas con piña y jengibre y gachas de avena sin gluten con frutos rojos del bosque recién cosechados. Otros se decantan por el pan de masa madre certificado con aguacate y café orgánico hecho únicamente en cafetera francesa.
A la hora de la comida unos comen carne y otros no comemos proteína roja. Pero el que come pollo quiere que sea biológico (o ecológico o de granja con cada grano de maíz con label de calidad). El pescado hay que congelarlo para quitarle el regusto a minerales marítimos. Los veganos me machacan el entendimiento culinario, ya que he llegado a comer ese queso que no es queso y sabe a todo menos a queso. O el tofu, tempeh, seitán y diversos sustitutos de la carne que vuelven inútiles varios de los sentidos porque ni huelen ni saben ni rien de rien. Morirán nuestras papilas gustativas de aburrimiento.
¡Aquella lecha de vaca que llegaba a casa en marmitas y había que hervir! ¡Aquellas natas para hacer mantequilla! Se me hace el cerebro gelatina buscando en las inmensas estanterías lácteas del súper la leche de soja sin lactosa o la de arroz que parece aguachirri (es aguachirri). Y que nada tenga azúcar a la vista porque te miran como si les quisieras asesinar. Adiós flanes, natillas, tartas de queso, torrijas y helados cremosos. ¡Y el alcohol! ¡Que ya no quieren que abra una buena botella de vino! Ni siquiera la humilde sidra de la tierra es aceptada ahora… ¡Agua, quieren agua para acompañar las delicias que cocino…!
Pero eso sí; luego se van al bar y se atiborran de pinchos congelados, de dudoso origen e incierto contenido, y se sienten felices ya que han vuelto a casa y recuperado durante un cuarto de hora la nostalgia de aquellas cosas ricas que también se comían en la barra del bar. Yo, por las dudas, cuando vienen a visitarme mis hijas, les sugiero que se hagan ellas mismas la compra de lo que quieren comer y así me evito decepciones y disgustos y malos rollos.
Queda fuera de duda o discusión el hecho de que quien PADEZCA una intolerancia alimentaria debe protegerse. Esa es harina de otro costal…
Como diría mi amona Julia: “¡Una guerra os tenía que tocar para que aprendierais a comer!”
Felices los felices.
LaAlquimista
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