Mis sueños recurrentes eligen los escenarios que marcaron mi niñez. Rilke lo expresó muy bien cuando dijo que “La verdadera patria del hombre es la infancia” y el subconsciente tiene la lección aprendida y nos vuelve a contar nuestra pequeña historia una y otra vez.
Yo nací en casa. La maternidad pública funcionaba más mal que bien y las señoras que podían iban a parir a sitios privados, casi siempre llevados por monjitas voluntariosas y un par de médicos y comadronas. Pero yo nací en el piso que habitaron mis padres durante sus primeros años de casados, acogidos por mis abuelos maternos, como era costumbre poco criticada en la época.
En un piso del barrio de Gros de la ciudad de Donostia-San Sebastián, un sábado, doce de septiembre a las tres y cuarto de la tarde salí cianótica perdida del vientre de mi madre, después de haberle hecho sufrir durante más de doce horas lo que no está escrito. Según parece era muy normal en aquella época pesar más de 4 kgs. incluso siendo una hembra, y yo alcancé los 4.500kgs. Me sacaron con fórceps y mucha sangre, sudor y gritos. Mi madre nunca lo olvidó…pero esta es otra historia…
Compartí con mis abuelos largas temporadas hasta los diez años, según iban naciendo más retoños en la familia. (a los once me mandaron interna a la “Euskadi profunda”). Su casa, el piso de Gros, sale en mis sueños. En colores bien definidos, una y otra vez puedo ver los cuadros, las alfombras, los muebles y adornos. La cocina económica con otra de gas butano al lado; la nevera con barra de hielo y el frigorífico con el motor encima. La fresquera colgada sobre el patio, bajo las cuerdas de tender. La bañera moderna y el barreño en la cocina. El orinal bajo la cama. La pequeña pila de agua bendita para santiguarme antes de dormir.
Mi abuela –ya viuda- vendió el piso en 1988 y así se clausuró mi infancia aunque no los recuerdos puesto que gozo de una memoria extensa y profunda que unas veces me hace feliz y otras, un poco desgraciada.
Cada vez que me toca pasar por la calle de mi nacimiento, la calle de José María Usandizaga -que ya era famoso músico y compositor cuando falleció de tuberculosis a la absurda edad de veintiocho años-, miro hacia el quinto piso, y pienso: “ahí nací yo”. Así ha sido durante toda mi vida hasta que hace poco soñé que volvía a vivir en aquel piso soleado y hermoso, con salón comedor con alcoba, sala y dormitorio principal y una terraza mirando al sur que (recuerdo) era una pequeña delicia. En mi sueño todo estaba al mínimo detalle tal cual era durante mi infancia. Nada había cambiado, tan sólo yo misma, una adulta mayor con la vida a cuestas miraba el lugar como si fuera un pequeño santuario de culto, el origen de mis sueños, las raíces de mi vida. Esa misma mañana –hace poco más de un mes- sucumbí al impulso de acercarme a la casa donde nací, llamar a la puerta y contar mi historia y, con suerte, ser invitada a volver a pisar aquel suelo brillante y oliendo a cera.
Como no soy soñadora en exceso ni me hago películas en la mente, racionalicé qué era lo peor que me podía pasar. Que no hubiera nadie, o que habiendo no me quisieran abrir. O que abriéndome la puerta se me despidiera con cajas destempladas. Pero, cuando sé que “el no ya lo tengo” me lanzo sin miedo a cualquier pequeña empresa, con la conciencia de que únicamente tengo algo que ganar.
Un poco blandengue me acerqué al portal. Busqué el piso en el telefonillo y llamé. Una voz femenina contestó y yo le dije que tenía que hablar con quien vivía allí. Me abrieron el portal, subí en el ascensor (recordé el viejo de madera con un pequeño asiento de terciopelo granate) y llamé a la moderna puerta… (Mientras esperaba empecé a sentir una palpitación emocionada en el corazón, pero a lo hecho, pecho).
Una mujer más joven que yo abrió la puerta y una preciosidad de perro grande, blanco, me ofreció el mejor saludo de bienvenida que podía esperar. Le acaricié antes de presentarme a su dueña, le previne que “no vendía nada” y añadí con la voz estrangulada: “Es que yo nací aquí”. Y no hizo falta más. Fue una comprensión instantánea por su parte, una especie de acto reflejo de abrir del todo la puerta e invitarme a pasar, a una perfecta desconocida que llamaba a su puerta a media mañana de un día laborable.
Me emocioné –ya me lo esperaba- buscando los puntos de referencia: la habitación de mis padres, la de mis abuelos, la alcoba donde yo dormí tantos años, el comedor, la salita, la terraza… La realidad vino en mi ayuda con un golpe contundente: habían hecho obras y no quedaban de recuerdo más que las vigas maestras.
Aquel piso de maderas nobles y paredes recias, de muebles más o menos señoriales, lámparas de cristal y biblioteca a medida quedó desde ese momento –y no sé si para siempre- sepultado en el lugar de mi memoria del que no había querido salir durante décadas.
El piso ahora mismo es precioso. Blanco, luminoso, de líneas minimalistas en su diseño y amueblamiento. Moderno, como quizás también lo fuera en los años 20 del siglo pasado cuando lo habitaron mis abuelos por primera vez.
Rilke tenía razón: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. A ver si se enteran los que agitan banderas.
Felices los felices.
LaAlquimista
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