Ya desde pequeña me fueron horadando el cerebro con la idea de que había que “hacer algo por los demás” siguiendo los preceptos religiosos bajo cuya férula crecí. Recuerdo ahora mismo con rubor cómo dejaba en la colecta dominical de la iglesia una pequeña parte de mi “paga” semanal. Era un sacrificio para ayudar a los “niños pobres”, según rezaba la propaganda familiar del momento.

De ahí a colaborar en mi edad adulta con varias oenegés estaba el camino trillado y he aportado “a los demás” mi tiempo y mi dinero en función de cuánto me remordía la conciencia por saberme privilegiada en comparación con quienes padecían carestía de lo que a mí me sobraba. Pero llegó un momento en que me harté, porque vi que estaba haciendo el “trabajo” de los que cobraban a fin de mes por mi ayuda “voluntaria”. Hasta aquí se entiende todo y no necesito ni justificación ni palmaditas en la espalda.

Pero ahora mismo, en este comienzo de otoño del año 2023 (de la era cristiana), con el mundo convulso por guerras que se nutren de la industria proveedora de armas, con una capacidad de información, conocimiento y desarrollo tecnológico jamás alcanzada en el pasado, pero con las lacras de la (in)humanidad alimentando la hoguera de la injusticia y burlándose de los derechos humanos, no sé ya qué más puedo hacer para ayudar a los demás sin (des)ayudarme a mí misma. Es un granito de arena en el desierto, una gotita de agua en el diluvio incesante, medio miligramo de oxígeno en la atmósfera lo que queda de la utopía que alguna vez se tuvo (que algunos tuvimos).

Y esto es porque ya “no se lleva” hacer nada por los demás, que hasta los más “místicos” propugnan que hay que empezar por uno mismo antes de ocuparse del prójimo. Como te recuerdan los auxiliares de vuelo haciendo molinetes con los brazos y la máscara de oxígeno que caerá del cielo si hay una bajada brusca de la presión en cabina: “primero póngasela usted bien antes de ayudar al de al lado”. Bien cierto es que nadie da lo que no tiene y en ese saco supuestamente espiritual se ha colado el individualismo a ultranza para asentir con la cabeza el mantra de: primero yo, luego yo y al final yo.

En la otra esquina del ring está el “buenismo” con el que blanqueamos los más bajos (y humanos) instintos que nos sacuden cada día de la semana en cuanto vemos las noticias o nos tropezamos con el cafre del vecino –siempre habrá un vecino que nos amargue la mañana-, con el compañero de trabajo pelota y rastrero –tan común como el vecino- o con ese familiar que ejerce de “cuñao” aunque lleve faldas y haya parido hijos. Nosotros somos los buenos, “L’enfer c’est les autres” que dejó dicho el filósofo mientras amargaba la vida a todo el que se le pusiera por delante. Por cierto, pienso que su mala baba (la del existencialista) era porque era muy bajito: 1,53mts.

Ahora mismo estoy en dique seco. O “empanada” miserablemente, porque ya no se me ocurre qué podría hacer por los demás, más que nada porque “los demás” ni se dejan, ni me piden nada, ni están por la labor de aguantar conmiseraciones disfrazadas de buena intención. Los demás quieren que se les deje en paz. Sobran salvadores.

Bueno, si acaso distraigo a algunos lectores del blog mientras se toman el café o hacen una pausa en el trabajo… Así que supongo que sigo en la brecha, malgré tout.

Felices los felices.

LaAlquimista

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