Ayer me dolía el trocánter lo que no está escrito y después de jurar lo habitual en estos casos antes de tomarme la primera dosis de paracetamol del día, me dio por recordar aquellos tiempos de fichar a las ocho en los que ni me planteaba darle cuartelillo al cuerpo cuando me mandaba mensajes a puro grito, pidiéndome que parase, que no podía más. Cualquier día a las siete de la mañana, después de haber pasado una noche toledana tosiendo o varias décimas de fiebre NI SE ME OCURRÍA quedarme en la cama. Allá íbamos (muchos, muchísimos) arrastrándonos hasta el trabajo portando en los bolsillos jarabes y pastillas y en la cara el justificante real de estar hechos polvo.
Personalmente no escuchaba a mi propio cuerpo por no tener que escuchar a mi propio jefe, cuyas ironías y sarcasmos hacían más daño que virus o lumbalgias. Sobre todo por ser mujer aquello era una escabechina autorizada; anda que no me he pasado jornadas con un dolor de ovarios inaguantable –cuando no se había inventado el ibuprofeno- por no cogerme una baja que iba a ser un baldón sobre mi cabeza. Una vez tuve un accidente gravísimo con la moto que me tuvo cinco meses retirada del trabajo hasta que puede volver a caminar con muletas. Los reproches e insinuaciones insidiosas que recibí de la dirección de la empresa me quitaron el sueño durante otros cinco meses.
Así que mi pobre cuerpo –nuestros pobres cuerpos- han aguantado carros y carretas sin ser tenidos en cuenta durante demasiado tiempo y, lejos de haber callado su voz reivindicativa, me consta que la siguen levantando para hacerse oír de una vez por todas. Ahora comprendo los errores cometidos y me dedico con ahínco a escuchar cada susurro que llega desde mi interior. Y si alguna vez hago trampas al solitario –como en el pasado- la pataleta que me monta es de órdago.
El otro día mismo, a pesar de no haber descansado bien y de que el desayuno me había caído atravesado en el estómago, como hacía solecito, decidí que TENÍA QUE irme a caminar lo más lejos posible del asfalto. Como no me hallaba muy católica para conducir, en vez de coger el coche, decidí alejarme de la ciudad en autobús, más tranquila –me dije-. Pero no calculé bien y se me escapó en las narices el bus y no tuve más remedio que esperar a que se hiciera verdad lo que ponía en el panel electrónico: que el próximo bus llegaría en 12’.
Me senté con mi bastón de monte en uno de los asientos de la parada. Me senté porque ya estaba cansada antes de empezar. Fueron esos doce minutos una pelea conmigo misma para seguir adelante con el plan o volverme a casa y dejarme caer otra vez en la cama. Probé a levantarme para quitarme la tontería y…me dio un mareo de espanto. Recuerdo haber llegado a casa arrastrándome, quitarme las botas de mala manera, el pantalón, la sudadera y la pequeña mochila: todo fue al suelo con el tiempo justo para meterme en la cama, temblando.
Lo que más rabia me dio no fue haber desperdiciado una mañana esplendorosa, sino el ataque de estupidez y soberbia –que casi siempre van de la mano- que me llevó a creer que “yo sí puedo” cuando el cuerpo me está diciendo: “hoy no puedes”.
Da igual qué me ocurriera y el porqué. Lo que importa es que recibí el aviso urgente de que algo inusual me atacaba y no lo quise escuchar. Algo así como si suena la alarma contra incendios de la casa y siguiera tranquilamente leyendo mi libro sin hacer ni puñetero caso.
Que lo de “escuchar al propio cuerpo” no es únicamente para las cosas emocionales, esas que piden soltar (re)sentimientos, airear viejos rencores y liberarse del lastre familiar y social. También hay que escucharlo cuando te dice: “duerme más, bebe menos, olvida el tabaco o deja en paz el chocolate”. “O deja de preocuparte por cosas que no te incumben”. Hay que escucharlo SIEMPRE porque, a fin de cuentas, si escupimos al cielo en la cara nos ha de caer.
Felices los felices… y los que saben escuchar.
LaAlquimista
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