Una se acuesta con la conciencia tranquila y el cuerpo en penitencia y cree que va a dormir y descansar a la vez –que no siempre forman dúo estas dos actividades- y resulta que el runrún de la maquinaria cerebral, esa sordina fastidiosa e inevitable, hace de música de fondo al sueño, zumbando como mosquito en la oreja.

Pequeñas cuestiones archivadas sin zanjar, problemillas tipo “el tiempo pone a todos en su sitio”, asuntos a medio plazo que esperamos se solucionen por intervención divina y ese caballo de batalla inconfesable al que todos damos forraje haciendo como que el espíritu no se entera de “lo que no se habla no existe”…

Pero el cuerpo es sabio como una computadora y hace que la mente funcione aunque no queramos que funcione, y enciende todos los chivatos habidos y por haber –rojos, amarillos y sonoros, de forma que nos va avisando de que quedan cabos sueltos que pueden hacer que las velas del barquichuelo se vuelvan locas con un poco de viento cuando queramos hacer una simple bordada. Vamos, que no le colamos ni una.

¿Por qué si sabemos que la madre del cordero está ahí delante, bien identificada, con un cartel enorme en el que pone: “He aquí el problema” hacemos como si no fuera con nosotros la cosa y nos dedicamos febrilmente a cualquier otra actividad que sirva de parche Sor Virginia o de inane distracción?

¿Por qué me hago preguntas raras a esta hora de la madrugada en que sólo están despiertos los que trabajan o los que hacen ruido para que no podamos dormir? ¿Por qué me pongo a pensar cuando lo que tengo que hacer es descansar?

La respuesta me sigue zumbando en la mente como mosquito en la oreja mientras espero que llegue el amanecer y el aullido del despertador para poder dedicarme a otros menesteres, como darle un toallazo al maldito mosquito.

Felices los felices.

LaAlquimista

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