En esta zona catalana y mediterránea, si amanece lloviendo, la gente se desubica. Y más si es domingo, que los planes que tenían se les chafan y no saben qué hacer.
Así que la playa permanece desierta para solaz de tórtolas y gaviotas, mientras que los deportistas de zapatilla volandera toman el paseo y el carril bici para ir de aquí para allá a quemar las calorías que luego se meterán haciendo el vermú o comiendo en casa de los padres.
A mí me gusta la lluvia, así que ni tan mal para pasar la mañana relajada, pintando mis “monas”, viendo llover. Lo que pasa es que no llueve agua, sino una cosa de color barro mojado que dicen que viene del desierto del Sáhara. Un asco, desde luego, y dudo que sea bueno para las lechugas de por aquí.
De repente, todo se abre, se levanta el telón y sale el sol empujando y reclamando su lugar y las hormigas salen de sus hormigueros (hoteles) y pisan la arena mojada pero sin adentrarse en el mar, que les da miedo las olas y la bandera amarilla que ondea triste en la caseta de un par de socorristas aburridos.
La tarde se ha quedado apacible y Gaia me saca a pasear por la playa, por las rocas, entre algas y palitos y charcos y hierba mojada.
Ella es feliz. E intento mimetizarme con su alegría.
Y somos “felices las felices”
LaAlquimista
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