Después de unos días en el pueblo repleto de recuerdos, paseos y charlas nocturnas llega a mi memoria un relato que me contó mi abuela hace ya unos cuantos años.
Corría el año 1940 en un pequeño pueblo extremeño pero esta historia ocurrió en decenas de pueblos.
Aprovechando la complicidad que da la noche fueron a buscar al maestro del pueblo, al último alcalde electo, a un poeta local que su delito más grave había sido recitar unos versos de Miguel Hernández en las anteriores fiestas patronales y a dos supuestos votantes de Izquierda Republicana e Independientes izquierdistas en las últimas elecciones generales de 1936.
Después de un juicio rápido les encerraron en las escuelas públicas durante tres días. Recibieron tan solo de comida un vaso de agua y un mendrugo de pan. Todo aderezado de torturas e improperios varios que les llevó casi a la muerte.
A la tercera noche les llamaron para darle el mal llamado
Les llevaron a lo alto del pueblo y como única presencia estaba la luna llena que dicen que aquella noche no pudo parar de llorar.
A las 2 en punto de la madrugada los mataron, los asesinaron y por si fuera poco los hicieron desaparecer. Quedaron en un charco de sangre tan grande, tan extenso y con tantos litros de sangre que algunas de sus extremidades quedaban bajo los litros y litros de sangre de estos 5 pobres hombres que en su vida no habían hecho otra cosa que intentar hacer un pueblo más justo, más unido y más solidario.
A la primavera siguiente, cuando las flores comienzan a nacer, en lo alto del pueblo, donde mataron injustamente a esos 5 hombres, comenzaron a crecer margaritas rojas. Allí donde jamás había habido otra cosa que hierba y algo de maleza, desde aquella lejana primavera de 1941 comenzaron a salir margaritas rojas.
Cuando murió la abuela, repetía en mi mente una y otra vez esta mitad historia y mitad leyenda. Y dentro de mí sonaba una voz que me pedía una y otra vez ir a comprobar si este relato costumbrista de mi abuela era cierto o no.
Antes de ir a comprobarlo con mis propios ojos, quise preguntar a los pocos parientes que ya nos quedaban en el pueblo qué había de cierto en este relato y qué había de ficción. Me encontré con dos respuestas; una era que sí era cierta y otra que jamás habían subido al alto del cerro.
Una mañana a primera hora armé mi mochila con agua y algo de comida para encaminarme al alto del pueblo y así comprobar qué versión era la real.
La respuesta queda entre mi abuela y yo.