Sabía que no me iba a defraudar. Sabía que me iba a gustar. Sabía que iba a alucinar. Y sabía igualmente que todo lo que había visto en documentales, fotos; todo lo que había leído, iba a ser irremediablemente cierto. Porque la Antártida es pura e inmaculada. Bueno, también hasta lo que se deja porque hay por allí muchos vestigios de tiempos pasados a modo de ruinas; hay bases militares con civiles y hay cosas que también gustan menos. Pero lo cierto es que la Antártida es espectacular. Su paisaje, su fauna, su pureza.
El viaje que he realizado al Continente Blanco en el Santa María Australis, un velero de 21 metros de eslora, nuestra casa durante las próximas tres semanas que iba a durar la aventura, lo iré desmenuzando en varias entradas –les recuerdo: cada quince días estoy presente con el blog; hoy les contaré la travesía en sí hasta llegar a la Península Antártica. Es una visión genérica de lo que ha sido este viaje, el viaje de mis sueños, el viaje de mi vida; aunque ya les adelanto, me esperan otros viajes importantes para mí, otros viajes de mi vida. Porque, evidentemente, la historia de viajar no se termina con haber cumplido un sueño. Como así ha sido con este viaje a la Antártida. Les aseguro que tengo más sueños y los quiero cumplir. Los iré, si sigo con salud, cumpliendo.
Como les dije en la anterior entrada y como titulo ésta, lo dicho: la Antártida, espectacular. Sin haberla visto, sin haber estado allí, lo sabía. Sabía que iba a ser espectacular, así que no me equivoqué en adelantarles el resultado de lo que iba a ver sin haberlo visto. Porque verdaderamente la Antártida ofrece espectáculo paisajístico, ofrece espectáculo de mucha vida con su particular y peculiar fauna.
Pero empezaremos por el principio. Por el medio de transporte que me llevó hasta el continente antártico: el viaje en velero. Esta historia por sí sola ya es capaz de tener un contenido que empiezo a contarles.
El equipo
Puerto Willians, en Chile, fue el lugar de embarque en el Santa María Australis, nuestro velero. Previamente, el día anterior, 10 de febrero, nos conocimos casi todo el equipo en Ushuaia (Argentina), una bonita ciudad a la que denominan “El fin del mundo”, ya saben, cosas del marketing. Allí comenzaron las presentaciones.
A los de Zaragoza ya conocía porque viajé con ellos desde Madrid. Los hermanos Blanchard Fernando y Juan Manuel que viajaban con el hijo de éste, Alvaro a los que les adjudicaron el apartamento de proa. El simpático brasileño Cristiano con el que compartí camarote –bueno si al pasillo del barco para acceder a los motores y a los aposentos del capitán y su ayudante, se le puede denominar camarote; la guapa Vero y su pareja Bene, ambos alemanes que ocuparon otro camarote de proa pero más atrasado que el de los maños, como el grandullón Peer que compartió el camarote paralelo al de la parejita con el austríaco Georg. Los nueve formábamos el equipo comandados por el rudo y duro capitán Martin Meyer, alemán of course!, a quien conocimos al día siguiente en Puerto Willians; y su ayudante la francesa Pascale, con quienes no establecimos ningún buen feeling desde el comienzo de la expedición; pero no yo; ¡ninguno de los nueve!…, por algo será… Quizás según vaya escribiendo van saliendo cosas que les puedo contar acerca del comportamiento, a veces nada acertado, de los responsables en el barco.
Puerto Willians – Isla Lenox: el primer pingüino
La salida de puerto Willians ponía el punto de inicio a la gran aventura. Recuerdo cómo desde el mismo barco, aún con cobertura en el canal de Beagle le llamé a Àngels, mi pareja, despidiéndome hasta dentro de 20 días en que perdía todo el contacto con el mundo exterior. Me parecía como si estuviese diciéndole mi último adiós…, tenía por delante el Cabo de Hornos y peor aún, el temido pasaje de Drake.
Como he dicho éramos 9 pasajeros y 2 tripulantes (capitán y ayudante). Se establecieron tres equipos de tres personas para las guardias y se autoexcluyeron el capitán y su ayudante. ¡Ahí es ná…! ¿Las guardias?, lo más duro de la travesía junto a la travesía en sí. Navegábamos las 24 horas del día. Hacíamos tres horas de guardia y seis de descanso. Duro, muy duro, insisto. El día que salimos de Puerto Willians ya me tomé el primer stugerol –pastilla potente para el mareo-.
En contra de lo que escribí en la entrada en la que les anunciaba que me iba a la Antártida, que les decía que cuando estuviesen leyendo eso mismo estaría yo vomitando, ¡pues no!, no vomité y ni siquiera tuve amagos. Lo que sí estaba es con un malestar general en todo el cuerpo. Pero podía con él por la novedad del viaje, por la aventura que íbamos a vivir, y porque, ¡por fin!, iba a la Antártida.
La primera parada fue en isla Lenox habitada por una familia. Un militar chileno con su esposa y sus tres hijos. ¡Ah!; y un pingüino emperador que, despistado, fue a parar allí, a miles de kilómetros de donde estaba su especie. Muy amablemente nos invitaron a tomar un cafecito con pastas y visitamos la isla donde nada más desembarcar nos encontramos con cientos de trampas para las centollas, marisco muy apreciado en Chile y Argentina y del que puedes dar buena cuenta en cualquier restaurante de Ushuaia. Cuando llegamos nosotros era la época del centollón, algo más pequeño que la centolla y con menos sabor, abierta desde diciembre a mayo; después se abre la de la centolla. Fue muy agradable estar con esta familia que verdaderamente siento que están necesitadas de recibir visitas como la nuestra.
Hay varias islas desperdigadas por el canal de Beagle y la salida hacia el Cabo de Hornos que para mantener la soberanía de los territorios y su hegemonía, la Armada Chilena tiene allí ubicado a un militar que arrastra a su familia para vivir en absoluta soledad durante un año o más, en definitiva el tiempo estipulado con el ejército para cumplir con su deber. Aquella familia recibía un barco de abastecimiento cada dos meses. Así que las visitas, como la nuestras, que no son muchas, eran muy bienvenidas.
El Cabo de Hornos y Pasaje de Drake
Al día siguiente, sí que sí, ya abordábamos la travesía en que la navegación iba a ser de 24 horas al día, haciendo cada grupo nuestras guardias. El spanish team (Fernando, su hermano Juan Manuel “Mané” y yo); el internacional compuesto por Álvaro, el hijo de Mané y propietario de la agencia de viajes de aventura Paso del Noroeste de Madrid; Cristiano el brasileiro y el austríaco Georg. Y por último el grupo alemán formado por la parejita Vero-Bene y el grandullón Peer.
Vientos favorables para empezar y no demasiado mal tiempo. En definitiva disfrutando de la navegación, acompañados a ratos por algunos delfines, una delicia para nuestros ojos y un sin parar con las máquinas de fotos, logrando definitivamente alguna foto espectacular. Con el cambio de guardias, comer algo y demás iban transcurriendo sin problemas la travesía. Atravesamos el temido Cabo de Hornos, a no sé qué horas de no sé que día, porque con eso de las guardias, ni sabías el día y la hora sí que la sabías precisamente por eso, por estar alerta a cuando te tocaba la guardia.
Antes vimos alguno de los muchos naufragios que en estos mares del sur se producen. Ahí están los barcos varados en alta mar como prueba de esos naufragios.
Pasaban las horas y el tiempo se puso peor, el mar más movidito y aquello empeoraba ostensiblemente. Agua por los cuatro costados. Días enteros sin avistar tierra y el malestar se apoderaba de uno, pero había que seguir, indudablemente. Siempre rumbo Sur. El amigo Fernando, experto navegante, llevaba en mi lugar el timón. Yo con aquellas olas no me terminaba de atrever. Mi experiencia en navegación se resumía únicamente en unas travesías de dos semanas por el, iba a decir tranquilo, pero a veces no tan tranquilo, Mediterráneo, con mis queridos amigos Juan y Asun; en Grecia y Croacia; y una vez que hice la Ruta de la Sal –allí sin que eché hasta la primera papilla, ¡vaya mar!; y era el Mediterráneo…, y algunas regatas de competición cerquita de casa y prau… (del catalán, como diciendo y nada más…), así que ‘abusaba’ de la experiencia del mayor de los Blanchard y Mané y yo apostados contra la banda para acompañar a la ceñida del barco.
A veces nos dirigíamos directamente por el rumbo que llevábamos a alguna tormenta que descargaba animosa sobre nuestro barco granizo y lluvia y a veces nieve, todo ello acompañado de un viento de hasta 55 nudos que tuvimos, y unas bonitas y grandes olas que solía, sin tenerlo, me ponía los pelos de punta… Todo esto hasta que te terminas de acostumbrar…
Estaba claro que ir en velero a la Antártida eran palabras mayores, y ese malestar y ese, a veces, acongojo, eran el tributo a pagar por ir al Continene Blanco en este medio de transporte. Pero siempre animoso y con ganas, no decayendo en ningún momento ese ánimo. Sabía a lo que había ido y era ni más ni menos lo que esperaba. Las olas eran mucha ola y había que dirigir bien el barco. Fernando y Mané durante mis guardias a la ida fueron mis bondadosos sustitutos en el timón. Yo no conseguía hacerme con él… Las olas me podían, me hacía derivar bastante el barco y había que llevar bien el rumbo. Para eso estaba ahí el capitán Meyer. En lugar de ayudar, en lugar de crear buen ambiente, cuando subía a cubierta y estaba yo al timón lo que hacía era provocarme un estrés que ni en el trabajo… Mientras tanto yo intentaba pasar del tema y disfrutar enormemente de la dura travesía. A eso había ido y eso quería hacer…
Se empezaba a notar mucho más el frío y en las guardias había que abrigarse bien. Ahí estaba yo con mi equipación de Ternua que me ha dado un resultado más que exquisito. Todos iban de rojo; yo con mi Ternúa amarillo, me llamaban el “limoncito”, destacando por mi vestimenta sobre todos los demás… En esta expedición me sentí embajador de Gipuzkoa al llevar las prendas de Ternua que realiza Import Arrasate. Ya tomaron buena nota mis compañeros de su efectividad.
Y así pasaban las horas y días, hasta que ¡por fin!, el jueves 16 de febrero en la guardia de entre las 6 y las 9 de la mañana del grupo alemán, “tierra a la vista”. Así que cuando tomamos el relevo el grupo mío vemos esa tierra. Avistamos un conjunto de islas después de más de dos días viendo únicamente agua. Pasamos entre las islas Smith y Snow por el estrecho de Boyd, dos islas repletas de hielo y nieve, dirigiéndonos hacia isla Decepción. Entrábamos ya en la Península Antártica.
Como les he comentado, esta expedición la iré contando en diferentes entregas y entradas. Hoy les he contado más o menos la travesía hasta Decepcion Island, allí vistamos una antigua estación ballenera y la base española Gabriel de Castilla. Pero esto ya para la siguiente entrada.
Que los vientos les sean favorables. Hasta dentro de quince días.