Alberto Moyano
La muerte de Augusto Pinochet nos priva, según los optimistas, de la posibilidad de verle condenado algún día por su colección de crímenes y fechorías, pero vistas las cosas desde otra perspectiva, su desaparición nos evita nuevas humillaciones relacionadas con los límites de la justicia humana y su impotencia permanente a la hora de procesar, juzgar y, en su caso, castigar a los dictadores sobreprotegidos.
No obstante, y como siempre sucede en estos casos, el ciao de Pinochet viene acompañado de un par de coincidencias divertidamente macabras: a) el hombre va y se muere el Día Internacional de los Derechos Humanos y b) y lo hace tras sufrir un ataque al corazón, en la que es la primera prueba de la existencia de este órgano en el siniestro general.
Que el arrebato místico que le llevó a ‘salvar’ la patria se saldara en su día con la apertura de 125 cuentas secretas en el extranjero a nombre de Pinochet y familia, con unos 26 millones de dólares, o el recuerdo de aquella comunión que el anterior Papa se encargó de suministrarle durante una visita a Chile son otros detalles que prueban que el humor está presente incluso en las vidas más sórdidas.
Muerto Augusto, ya los únicos que llenan los estadios para torturar a la gente son los malos equipos de fútbol, tipo la Real, que en Sudamérica reciben popularmente el nombre de Pinochet.