Alberto Moyano
El enésimo positivo por dóping de una estrella bicicletera en pleno
Tour de Francia proporciona una magnífica ocasión a los responsables de
la carrera y a los dirigentes del ciclismo mundial para emular a los
padres de las ‘sitcom’ americanas cuando descubren que su hijo
adolescente fuma porros: primero, castigan con dureza y luego,
compungidos, se preguntan: «¿En qué hemos fallado?».
«En todo», es la respuesta obvia. La experiencia demuestra que el
pelotón internacional se divide en tres grupos: los que no se dopan
–carne de cañón–, los que han sido pillados dopándose –estrellas
efímeras– y los que se dopan sin que les pillen –potenciales miembros
del anterior grupo–. Existe incluso una escuela de pensamiento que
aboga por hacer la vista gorda en estos casos y dar por supuesto que el
que gana es siempre el mejor, puesto que el dopaje es un fenómeno
universal que iguala en oportunidades a todos los contendientes.
El kazajo Alexander Vinokúrov puede presumir al menos de no haber
ingerido sustancia dopante alguna, sino que se hizo una
autotransfusión. Los glóbulos rojos hallados en su sangre eran de dos
tipos diferentes, pero al menos eran todos suyos.
Hoy, se disputa la etapa reina del Tour, pero resulta cada vez más
complicado mantener sin sonrojarse aquellos tópicos periodísticos de
los ‘esforzados de la ruta’ y la ‘serpiente multicolor’, cuando la
realidad parece demostrar que no compiten tanto los mejores equipos
como las últimas innovaciones científicas en materia de sangre y orina.