Alberto Moyano
Una niña cubana de trece años y redondos mofletes interpretará a la
enjuta Ana Frank en el musical que, basado en el diario de la
adolescente judía holandesa, se estrenará el próximo mes en Madrid. Sin
embargo, aún es pronto para hablar de falsificación.
La elección de España por parte de la Fundación holandesa que gestiona
el legado de la emblemática víctima del nazismo puede no ser
caprichosa. Por un lado, las declaraciones de sus responsables delatan
un cierto interés por impulsar la visitas del turismo hispano-hablante
a la casa del 267 de Prinsengracht, en Amsterdam, uno de los pocos
museos del mundo en el que la tienda rivaliza en amplitud con el casi
siempre saturado espacio expositivo. Por otro, la elección de un país
sin implicación directa en el Holocausto y con una vinculación muy
remota por este asunto evitará polémicas potencialmente engorrosas para
la propia fundación, que ya cuenta con absurdas franquicias del museo
en ciudades como Berlín o Nueva York.
Sólo desde este punto de vista se entiende la alegría con la que han
acogido el proyecto de musical los responsables de la Fundación, hasta
hace poco celosos guardianes del legado de la Frank, hasta el punto de
haber dado con la puerta en las narices incluso a creadores tan
reputados como el propio Steven Spielberg.
El musical, un género con un público en expansión pero aparentemente
innoble para abordar según qué géneros, podía haberse apoyado en
productos ya existentes y posiblemente muy apropiados sobre este mismo
tema, tipo ‘El niño con el pijama de rayas’, aunque todo se andará.
La conveniencia o no de musicalizar la historia de Ana Frank –más allá
de imaginar qué pensaría ya no la propia afectada o su familia, sino
incluso sus verdugos– se debe juzgar a la luz de acontecimientos más
cercanos: ¿Qué tal un negocio musical sobre el 11-M? ¿O sobre Miguel
Ángel Blanco? ¿Ayudarían a explicar algo? ¿Lo banalizarían? Quizás sea
el momento de que comience el casting.