Alberto Moyano

Tuvo que ser insólita la reunión de Alberto Ruiz Gallardón y Esperanza Aguirre en presencia de Mariano Rajoy -el cadáver- y Ángel Acebes -el notario- para disputarse la herencia. Como sacado de un cuento de Edgar Allan Poe, el líder popular demostró ser probablemente el primer candidato a presidente de un Gobierno capaz de asistir a su propia autopsia sin rechistar.

Lo que el alcalde y la presidenta reivindicaban era su derecho a asistir en primera fila la ejecución, por si se da el caso de que haber escuchado sus últimas palabras cuenta como mérito a la hora de a la hora de postularse a sucesor.

Los medios de comunicación se han apresurado a ofrecer las más variopintas lecturas que se desprenden de la decisión del candidato popular. Que si giro a la derecha, que si desalojo del centro. Demasiado complejo para ser real. En realidad, Mariano se ha limitado a cortarle la cabeza al que se ha revelado un auténtico pesado a la hora de forzarle a tomar decisiones, sin respetar su ritmo gallego. Mariano lo perdona casi todo, pero esas cosas no. Y si sumamos todo esto al riesgo real de que Gallardón provocara una victoria electoral, la decisión estaba cantada.
 
Los argumentos pueriles del frustrado candidato le retratan: “Sempre me ha hecho ilusión ser diputado”. Ahora, desflorado en público, el alcalde de Madrid amenaza con abandonar la política. Se arriesga a que en su partido le pidan que lo ponga por escrito. Cómo estarán las cosas que hasta el propio Rajoy se ha visto obligado a aclarar que quiere que el PP gane y “yo deseo ser presidente del Gobierno”.

Todo esto lo resume perfectamente el bipolar autor de la fallida letra del himno nacional, no en los versos en los que canta las glorias de España, sino en las posteriores declaraciones en las denuncia las “miserias de la patria”.