Alberto Moyano
“Durante largos años, Alexandr Solzhenitsyn escribe miles páginas obsesionado por la idea de un arresto inminente. Para economizar papel y ocultar sus textos al KGB, trabaja en unos cuadernillos verdes -el papel blanco le está prohibido- donde consigue escribir sesenta líneas por página con una caligrafía microscópica. Cuando lo envían al gulag tiene cuarenta y dos años y un cáncer de pulmón. Durante sus ocho años de reclusión, no tiene papel, pero sigue escribiendo… sin escribir. ‘Ningún hombre es consciente de sus capacidades, ni de las de su memoria’, dirá más tarde. Para ejercitarse, compone poemas en series de veinte versos que se aprende de memoria, día tras día. Para ello se sirve de un rosario de oración que los guardias le permiten conservar. Cada cuenta representa cierta cantidad de versos. Así, retiene doce mil, y pasa diez días al mes repitiéndolos todos hasta hacer de su memoria una herramienta de trabajo única en el mundo. Con esa herramienta, su coraje, su talento y su voluntad de resistir, por fin puede ‘escribir’ prosa, almacenarla en su cabeza durante todo su cautiverio para restituirla, palabra por palabra, años más tarde. Alexandr Solzhenitsyn conoció las tres mayores plagas del siglo: la guerra, el campo de concentración, el cáncer; con más de ochenta años, su ilegible caligrafía aún no había cambiado”.
Hasta aquí, las palabras que el escritor francés Tonino Benaquista dedica en su novela ‘Otro’ (Ed. Lengua de Trapo) al escritor ruso fallecido esta noche en Moscú de un ataque al corazón.
En un mundo perfecto, Solzhenitsyn quizás hubiera sido un gran santo, pero no es el caso. En los setenta, dedicó grandes elogios al general Franco durante una visita a España y años más tarde, como es tradición entre los escritores rusos, acabó iluminado por la religión en su versión más estrecha y convencido de la predilección de la madre de dios hacia su país.
Que la tierra le sea leve.