Alberto Moyano
La postmodernidad consagró el kilo de basura que genera cada individuo
como índice de bienestar de una sociedad, pero no hay por qué detenerse
ahí. El vertido al contenedor de bienes sin consumir tampoco es un dato
desdeñable. Desde ese punto de vista, los 8.000 kilos de merluza
arrojados ayer a la basura en la lonja del puerto de Pasajes nos hablan
y no paran.
Una lectura precipitada de la fotografía que ilustra hoy la portada de
DV invitaría a clasificarla en el catálogo de imágenes obscenas.
De hecho, un visionado más pausado, también. Sin embargo, no por ello
debemos ocultársela a los niños.
Al contrario. Pertenece al tipo de imágenes que conviene que vean, eso,
siempre acompañados de un mayor de edad responsable, en este caso, de
explicarle que el mercado es dios y él nos hace, cada día, a su imagen
y semejanza. Por la mañana, podemos desperdiciar ocho toneladas de
pescado y por la tarde, desvivirnos por salvar a un delfín de la arena
a la que habrá ido a parar, quien sabe si despistado por los radares.
Los arrantzales que se deshacen de la merluza no son malvados
personajes, ni se están divirtiendo. Simplemente, defienden sus puestos
de trabajo. Olvide los cupos y precios mínimos, las directrices de la
Unión Europea y las cuotas de mercado, y céntrese en las leyes de la
oferta y la demanda, inescrutables en esta vida, pero cuyo bondadoso
funcionamiento se nos revelará con nitidez en la otra.
Pese a todo, sigue dando pena ver tanto desperdicio. Resulta imposible
esquivar esos pensamientos en torno a cuantos constructores
inmobiliarios se podría alimentar con tanta merluza.
Bien. No nos desanimemos. Crecemos a buen ritmo y aún hay margen para
progresar. El objetivo es llegar a juntarnos una buena tarde para destruir
unas cuantas partidas, si no de marisco, sí al menos de queso de
Idiazabal. Y en eso estamos.