Alberto Moyano

Los habitantes de este planeta -al menos, los que vivimos conectados a un receptor de televisión-, somos sujeto de un experimento de psicología social. El objeto es aprovechar la celebración de los Juegos Olímpicos chinos para determinar, mediante datos empíricos, cuántos abrazos de fusión, himnos nacionales, lágrimas de alegría, llantos de frustración, banderas al viento, miradas al cielo, sudores corporales y comentarios de autor somos capaces de asimilar antes de la atrofia emocional.

Asistimos durante horas para el recuerdo a los sucesivos duelos en la cumbre. Contemplamos el record del mundo de los cien metros a cargo de un alegre jamaicano -lo insólito sería que ganara el maratón un jamaicano melancólico- y al minuto siguiente vemos al nadador que no era Mark Spitz recibiendo una lluvia dorada a base de medallas, a la judoka alavesa morder el polvo del tatami o a las autoridades competentes salir del despacho con el preceptivo reparto de metales, horas después de concluida la prueba. El cuerpo demanda de todo y siempre sin parar, hora un brindis, hora la venganza.

Prosigue el tobogán emocional, pero los resultados del experimente ya son concluyentes: cualquier persona mentalmente sana -en el caso de que tal especimen exista- dejó de administrar sensaciones en algún momento del pasado fin de semana. A partir de entonces, comienzan los minutos de la basura, que lógicamente y porque así está estipulado en los contratos publicitarios, durarán varias semanas.