Alberto Moyano
Por fin hay fecha: en apenas un siglo, nos libramos de una vez por todas del club Tin Tin gracias al cambio climático que, mediante el expeditivo método de subir el nivel del mar, eliminará las playas de nuestras costas, al menos, en un 70%. Lo han prometido los expertos, para alegría -se supone- de los dermatólogos y otros aficionados al melanoma.
Lo malo de este tipo de pronósticos es que fían tan largo el augurio que se garantizan que para entonces, todos los presentes estemos flotando por las aguas de La Concha, en forma de cenizas arrojadas por el desaprensivo de la famiila. En el mejor de los casos, lo interesante sería saber cómo estarán las cosas para -pongamos- 2020 y si conviene ir sustituyendo definitivamente el traje de baño por el de neopreno.
Así las cosas, cualquier intento de tomar la iniciativa y adelantarnos a los acontecimientos pasa por vender el toldo de Ondarreta, comprar un gabarrón familiar, alquilar plaza en la bahía y triunfar como restaurador mediante la deconstrucción de medusas en su variedad ‘carabela porguesa’.
Y en invierno, a esperar que vengan las olas. Que no cunda el pánico. Venecia ha hecho de la inundación, más que una forma de ser, una pujante industria. Otra cosa es el tsunami.