Alberto Moyano
Doña Letizia -de soltera, Letizia-, se ha sometido a una operación de nariz, por recomendación de los médicos de La Zarzuela. Al parecer, tenía problemas respiratorios ocasionales, una dolencia muy contagiosa que, por ejemplo, impedía a su compañero Alfredo Urdaci leer de un tirón Comisiones Obreras, viéndose obligado a dejarlo en cé-cé-ó-ó.
Y ya metidos en quirófano, su alteza real optó por fusionar la septoplastia -que corrige las desviaciones del tabique nasal- con la rinoplastia -cuyos fines son estéticos-. Por cierto,alegar problemas respiratorios para justificar una operación de nariz es como proclamar desde la cama “esto no es lo que parece”. En algún caso, puede ser verdad, pero en ninguno verosímil. Escucharemos con más interés las explicaciones médicas que acompañen ulteriores intervenciones de labios, pómulos o mentón.
Sea como fuere, la cirugía estética se ha colado de rondón en Palacio, donde el grueso de la familia real había desechado hasta ahora esta opción, pese a contar en principio con individuos verdaderamente susceptibles de someterse a semejantes tratamientos en sus infinitas posibilidades.
Sin embargo, la realeza ha descartado someterse a los dictados de la belleza física -que acaba caducando- en favor de otros valores eternos aunque de márgenes un poco imprecisos -lo cual siempre ayuda a la prensa-, tales como la ya mítica elegencia borbónica.
Si estamos ante el penúltimo intento de cautivar a Jaime Peñafiel -el periodista que factura más por lo que cuenta que por lo que calla- hay que decir que está abocado al fracaso. En el rostro de la princesa, nariz y barbilla forman un todo indisoluble. De nada sirve meter en cintura la una si se deja a la buena de dios la otra.